Una historia de sangre y cocaína
Bogotá, AFP
Sobre las tejas de barro rojo abrasadas por el sol primaveral que la tarde del jueves 2 de diciembre de 1993 brillaba sobre Medellín (noroeste) quedó tendido el cuerpo inerte del único enemigo público declarado que ha tenido Colombia en su historia: el temido capo Pablo Emilio Escobar Gaviria.
A los 44 años, descalzo, vestido con una camiseta y un vaquero azul, quien fuera el todopoderoso jefe del mayor imperio del narcotráfico, el cocainero Cártel de Medellín, encontró la muerte sobre el techo de una vivienda del oeste de esa ciudad que le sirvió de refugio y se constituyó en su tumba.
Tras 16 meses de intensa y sofisticada cacería por un cuerpo de elite conformado por 200 efectivos de la Policía y el Ejército colombianos, apoyados estrechamente por todos los cuerpos estatales de seguridad de Estados Unidos, Escobar fue abatido de tres disparos que le alcanzaron la cabeza, según las autoridades. Sólo protegido por un escolta que también murió en el operativo intentando cubrir la huida de su «patrón», Escobar fue localizado gracias al rastreo electrónico de dos llamadas telefónicas que hizo a su familia en Bogotá.
Sus perseguidores localizaron el lugar de origen de las llamadas y encontraron en la vivienda prácticamente indefenso al otrora jefe de un ejército de pistoleros que obedecían ciegamente sus órdenes.
Aunque Escobar opuso resistencia disparando al mismo tiempo dos pistolas mientras trataba de escapar por el tejado de la casa en la que se había ocultado tiempo atrás, no logró eludir el fuego de la fuerza elite y su robusto cuerpo se desplomó con el rostro cubierto de sangre.
Su muerte no sólo fue celebrada en el lugar por sus verdugos que con expresiones de satisfacción posaron para las fotografías junto al cadáver como si fuera un trofeo: también lo fue por los colombianos en general, encabezados por el presidente de la República, César Gaviria, actual secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA).
El júbilo también llegó hasta Washington, que a través de la embajada de Estados Unidos en Bogotá calificó la muerte de Escobar como un «éxito».
En efecto, con Escobar desaparecía el cerebro de la campaña más sangrienta de terrorismo indiscriminado que haya azotado a este país, de por sí habituado a convivir desde hace décadas con un estado permanente de violencia derivado del enfrentamiento armado de las guerrillas izquierdistas contra el Estado.
Escobar, quien durante su vida emuló al histórico jefe mafioso estadounidense ‘Al Capone’, había sentenciado su propia suerte: «Prefiero una tumba en Colombia a una celda en Estados Unidos», lema con el justificó su guerra contra la extradición a ese país.
En ese enfrentamiento financiado con la inmensa fortuna que amasó a expensas del narcotráfico que lo llegó a colocar entre los veinte hombres más ricos del mundo, según la revista norteamericana Forbes, el capo ordenó el asesinato de tres candidatos presidenciales, un ministro de Justicia, un procurador general, varios jueces y periodistas, además de centenares de policías colombianos de todas las clases sociales.
De ladrón de automóviles desde temprana edad, había logrado escalar en el mundo del hampa hasta convertirse en amo y señor del tráfico de cocaína, e intentó alcanzar status social haciendo gala de su riqueza que también empleó para acceder a un escaño de suplencia en el Congreso. Pero terminó abatido como cualquier delincuente. «Murió el patrón, el rey, el benefactor, el capo, el criminal, el mito, el enemigo público número uno de Colombia», según los múltiples calificativos que recibió Escobar de la prensa al dar cuenta de su fin, aquella tarde del jueves 2 de diciembre de 1993.
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