neofascismo en ascenso

Cien años de fascismo: de Mussolini a Trump y Bolsonaro

Para que los partidos y políticos ultraderechistas o fascistas ganen, deben atraer a votantes que, si son consultados, rechazarían los postulados del fascismo original, y no aceptarían ser etiquetados como fascistas, como dicen diversos historiadores, filósofos y escritores.

Fotos de archivo
Fotos de archivo

Por Carlos Loría, redactor periodístico. 

Cuando los Camisas Negras fascistas marcharon por las calles de Roma a fines de octubre de 1922, su líder, Benito Mussolini, acababa de ser nombrado primer ministro.

Los seguidores de il duce (o “el caudillo”) ya estaban organizados desde hacía tiempo en grupos paramilitares y estaban aterrotizando a la ciudadanía, pero fue durante la marcha de 1922, dice el historiador Robert O. Paxton, que “pasaron de saquear e incendiar las sedes socialistas locales, las oficinas de los periódicos, las bolsas de trabajo y los hogares de los líderes socialistas, a la ocupación violenta de ciudades enteras, todo sin obstáculos por parte del gobierno”.

En este punto, Mussolini y el Partido Fascista se habían establecido en el Poder, habiendo llegado al gobierno un año antes como un supuesto “antídoto” contra la izquierda. Y es que era casi un final esperable: en los últimos años, los partidos de izquierda estaban desorganizados y peleaban entre sí, al tiempo que la ciudadanía se mostraba reacia a seguir apoyándolos. 

Esto fue lo que aprovechó Mussolini para hacerse del gobierno con promesas exacerbadas y populistas, que conquistaron a gran parte del pueblo italiano.

Pero aunque Mussolini presidió la primera prueba real del poder político del fascismo, su movimiento no fue el primero de su tipo. Para eso, uno debe mirar, en cambio, a los Estados Unidos. Como explica Paxton, “Puede ser que el primer fenómeno que puede relacionarse funcionalmente con el fascismo sea estadounidense: el Ku Klux Klan (KKK)… la primera versión del Klan podría decirse que fue un avance notable de la forma en que los movimientos fascistas iban a funcionar en la Europa de entreguerras”.

Estudiosos e historiadores han encontrado paralelismos entre el ideario del KKK y el del fascismo; en un ensayo de 1921, el vice presidente de los Estados Unidos, Calvin Coolidge, escribió un ensayo titulado ¿De quién es este país?, en el que remarcaba “Nuestro país debería dejar de ser pensado como un gran basural, y debería aceptar solo el tipo de inmigración correcto”, agregando más adelante que “el tipo correcto” son los nórdicos, o sea, personas blancas. 

Fue también en 1921 cuando el KKK adoptó el slogan “America First”, que se traduciría como “Estados Unidos primero”. Casi 100 años después, sería uno de los leit-motivs del ahora expresidente estadounidense, Donald Trump, que promovió un muro para frenar la llegada de inmigrantes y que terminó en la desgracia al participar en un intento de golpe de Estado al Parlamento y al presidente electo que lo venció en su intento de reelección, Joe Biden. 

Se encuentra el mismo tipo de nacionalismo racializado en Mein Kampf , el manifiesto de prisión de Adolf Hitler de 1924. Hitler estaba indignado por la presencia de extranjeros, y especialmente judíos, en Viena, pero dejó claro que su odio no era por la religión judía. Antes de llegar a Viena, escribe, Hitler había rechazado el antisemitismo porque lo veía como una forma de discriminación contra los alemanes por motivos de religión: su odio era contra los judíos de ascendencia extranjera, especialmente los más pobres.

Pero su discurso se fue radicalizando aún más, terminando por auto-convencerse de que el pueblo judío en general era el gran enemigo y de que su misión en la Tierra era exterminarlos. Eran “una raza extranjera” que se había apoderado de Alemania por medio de una gran conspiración para “eliminar la raza aria”. 

Los círculos del fascismo son concéntricos por todos lados: Hitler había leído sobre el movimiento America First del KKK, según dice el escritor y filósofo Jason Stanley, autor del renombrado libro «Cómo funciona el fascismo». Este movimiento supremacista blanco había elaborado y puesto en práctica, con el apoyo del gobierno del momento, políticas migratorias que privilegiaban la llegaba de personas blancas de países europeos del norte.

También el eugenista estadounidense, Madison Grant, había escrito un libro que se convirtió en referencia de los movimientos supremacistas y fascistas posteriores. En La muerte de la gran raza, denunció por primera vez -convertida en un postulado concreto como tal- “gran reemplazo”, que es usado como argumento para aseverar que hay pueblos inmigrantes que quieren sustituir la genética de los blancos. Grant sostenía que negros inmigrantes, incluyendo “los judíos polacos” querían destruir a la “raza nórdica”, que era “la clase nativa superior” de Estados Unidos. 

De Mussolini a Bolsonaro

En el siglo que ha transcurrido entre la marcha de Mussolini en Roma y los gobiernos ultraderechistas actuales, ha pasado mucha agua debajo del río, pero las ideas permanecen incambiadas.

Trump aseguró que los inmigrantes eran violadores, asesinos, narcotraficantes y bad hombres”, mientras que en El Salvador, el presidente ultraderechista, Nayib Bukele, cree que la mano dura es la solución para la crisis de seguridad en que está sumido su país hace décadas. 

En Italia, la nueva primera ministra, Giorgia Meloni, llegó al poder tras haberse formado por años en partidos mussolinistas, y llega incluso habiendo incluido sin miramientos a funcionarios señalados por supuestas filiaciones nazistas.

En Brasil, el presidente saliente Jair Bolsonaro ha pedido que se eliminen las instituciones democráticas y elogió repetidamente la antigua dictadura militar del país. Ha afirmado que la forma de eliminar la violencia es el gatillo fácil, algo así como “disparar primero y preguntar después”. 

Bolsonaro ha logrado amasar un electorado enardecido que está dispuesto a echar abajo la democracia y, tras la derrota del presidente, han estado cortando rutas y marchando a los cuarteles militares para pedir un golpe de Estado contra Luiz Inácio Lula da Silva, electo en forma democrática y transparente con el aval de organismos internacionales.

Stanley alerta lo que parece ser un patrón que se repite una y otra vez a lo largo de la historia: “Los fascistas pueden ganar cuando los conservadores sociales deciden que el fascismo es el mal menor. Pueden ganar cuando suficientes ciudadanos deciden que poner fin a la democracia es un precio razonable a pagar por lograr algún objetivo preciado, como la criminalización del aborto. Pueden ganar cuando una cohorte dominante elige acabar con la democracia para preservar su primacía cultural, financiera y política. Pueden ganar cuando atraen votos de aquellos que simplemente quieren burlarse del sistema o arremeter con resentimiento. Y pueden ganar cuando las élites empresariales deciden que la democracia es solo un insumo sustituible”.

 

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