Joe Biden, primer balance

Foto: Twitter / POTUS
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Se cumplió este 20 de enero, el primer año de la Administración Biden. Es buen momento para aportar una radiografía sobre su gestión. Hay un consenso bastante generalizado de que, tal como lo sintetizara el columnista de New York Times Bret Stephens “la palabra más amable que se puede decir del primer año de Biden como presidente es ‘decepcionante’”. Ciertamente es la más amable, porque hay otros vocablos mucho más duros que aparecen entre analistas y comentaristas. “Fracaso”, “fiasco”, “palabrerío” y otros por el estilo son utilizados para calificar este primer año de Biden.

En realidad, era absurdo esperar mucho más. Diría, inclusive, que en algunos aspectos avanzó más de lo que se conjeturaba, pero por comparación a las monumentales tareas que debe realizar lo actuado es a todas luces insuficiente. Biden, no olvidar esto, es un hombre que ha vivido “de la política” y no sólo “para la política” casi toda su vida. Salvo una breve actividad en un estudio de abogados comenzó a participar en la vida pública en 1970, a nivel de concejal en New Castle, Delaware. En 1972 llegó al Senado derrotando sorpresivamente al republicano J. Caleb Boggs, que llevaba 12 años en el cargo. A partir de ese momento su carrera fue meteórica: uno de los senadores más jóvenes de la historia de Estados Unidos fue reelecto como tal en cinco elecciones consecutivas: 1978, 1984, 1990, 1996 y 2002.

Ya como presidente del poderoso Comité de Relaciones Exteriores del Senado brindó su apoyo a las políticas del presidente George W. Bush y su misión -según él dictada personalmente por Dios- de recorrer el mundo para “sacar a los terroristas de sus escondrijos en más de sesenta países.” Impresionado por las celestiales voces escuchadas por Bush, Biden lo acompañó en todas sus aventuras imperiales, comenzando por Irak, siguiendo por Afganistán y luego, como vicepresidente de Barack Obama, en las agresiones que éste perpetrara en Libia, en Siria y acompañando la infame declaración presidencial de que Venezuela representaba un peligro excepcional e inminente a la seguridad y los intereses de Estados Unidos. No olvidar que desde su posición en el Senado apoyó fervientemente a Margaret Thatcher en la Guerra de las Malvinas. Y un detalle más: a diferencia de algunos de sus predecesores fue un mal alumno en la universidad. Sus biógrafos aseguran que en  la Universidad de Delaware en Newark Biden obtuvo su bachillerato en 1965 con una doble especialización en Historia y Ciencias Políticas. Su promedio fue un módico “C” (“suficiente”, la nota inmediatamente superior al reprobado) y ocupó el puesto 506 entre los 688 de su promoción. Posteriormente ingresó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Siracusa, y ratificó que lo suyo no era el mundo de las ideas: egresó con el título de Juris Doctor, pese a ocupar el puesto 76 entre los 85 de su clase. Pero el hombre es voluntarioso y, contra viento y marea llegó a la Casa Blanca.

Estos antecedentes biográficos son relevantes para conocer al personaje y las raíces de su conducta. En términos prácticos su gestión se anota dos logros que no pueden menospreciarse: en marzo del 2021 logró la aprobación de un paquete de ayuda de 1.9 billones de dólares para llevar alivio a millones de familias afectadas por la pandemia. Biden obtuvo otra victoria a fin de año, al lograr el respaldo de los republicanos para un plan de infraestructura por poco más de un billón de dólares. En ambos casos las cifras fueron menores a las solicitadas pero aun así muy significativas.

Pero su gestión, precedida por los gravísimos disturbios que se produjeron en el Capitolio el 6 de enero, fue muy pobre en otras áreas. El combate a la pandemia estuvo lejos de ser tan eficaz como lo había prometido y muchos aseguran que se halla fuera de control; la inflación del 7 % anual es de una inusitada gravedad cuando se toman los registros históricos de Estados Unidos en este asunto. De hecho, es la mayor de los últimos 39 años, que se agrega a la profundización de la “grieta”, o la polarización política, evidenciada en los últimos años en Estados Unidos. Téngase presente que cerca de un 75 % de los Republicanos dudan, en una reciente encuesta, de la legitimidad del triunfo de Biden en las elecciones presidenciales. Y hablando de encuestas, el índice de aprobación de Biden se encuentra en un comparativamente muy bajo 41 % al final de su primer año de gestión, contra 54 % que lo desaprueba. Adicionalmente, la encuestadora Gallup comprobó que un 62 % de los estadounidenses opinan que “las cosas en Estados Unidos están yendo mal”; cerca de un 60 % opina que Biden no tiene las prioridades más adecuadas para combatir los crímenes violentos, la inflación y la cadena de suministros; sólo 46 % opina que Biden está haciendo las cosas bien en relación al covid-19 y 54 % reprobaba la forma en que Biden quería ayudar a las clases medias.

Y en la política exterior los elementos de continuidad entre Trump y Biden han sido resaltados aún por los más sobrios observadores del establishment académico y diplomático. En una nota publicada en la edición de fin de año de Foreign Affairs Richard Haas, uno de sus más encumbrados analistas internacionales, plantea que a pesar de algunas diferencias “hay mucha más continuidad entre la política exterior de Joe Biden y Donald Trump de la que es usualmente reconocida”. Lugar destacado en este terreno es la irresponsable política belicista desplegada en contra de China y Rusia, a lo que hay que agregar el mantenimiento de las políticas de sanciones y bloqueos en contra de Cuba, Nicaragua, Venezuela y, en Oriente Medio, Irán. El desastroso final luego de veinte años de guerra en Afganistán en donde las tropas estadounidenses prácticamente se dieron a la fuga en medio de un desorden descomunal y la permanente inestabilidad del “liberado” Irak han impactado profundamente en la opinión pública de Estados Unidos que se pregunta adónde fueron a parar los billones de dólares que costaron ambas guerras para ponerles un indigno punto final y regresar a casa con las manos vacías. Sentimiento que prevalece a la hora de juzgar el tironeo entre Washington y Moscú a propósito de la situación en Ucrania, y entre aquél y Beijing en torno a Taiwán.

La política hacia Latinoamérica y el Caribe de Biden está en línea con la diseñada bajo Trump, con su malvada intensificación del bloqueo en el marco de la pandemia. En el caso de Cuba Biden retrocede varios casilleros en relación a la normalización de las relaciones diplomáticas lograda por Obama durante el final de su presidencia, de la cual el hoy primer mandatario era su vice. Y nada indica que el Departamento de Estado y el Comando Sur hayan modificado en un ápice sus concepciones tradicionales: el “monroísmo” sigue siendo la brújula que orienta las políticas hacia esta parte del mundo, acicateadas en los últimos años por la creciente presencia de China y Rusia en la región, lo cual ha despertado una insalubre paranoia en Washington. En este punto Biden ha sido un fiasco mayúsculo, ejemplificado en su operación propagandística de fin de año convocando a una Cumbre por la Democracia, en donde nada menos que el corrupto y probado delincuente Juan Guaidó fue invitado a hablar en nombre de la República Bolivariana de Venezuela.

La complicidad del gobierno de Estados Unidos con el fraudulento préstamo otorgado por el FMI al gobierno de Mauricio Macri clama al cielo y descarta cualquier ilusión de una “ayuda” que algunos espíritus ingenuos de la Argentina esperan que llegue de Washington. Biden y sus colaboradores están más que nada preocupados que una nueva ola de izquierda moderada se apodere de la región. Los últimos resultados electorales del 2021 no son halagüeños para el imperio y para revertirlos están dispuestos a hacer cualquier cosa, apelando al “poder blando” pero también a las formas más criminales del “poder duro”. Estados Unidos es un león herido y como recordaba Violeta Parra “el león es sanguinario en toda generación.” Su indisimulable declinación como poder imperial, reconocida hoy hasta por sus más enfervorizados publicistas, sólo augura más violencia en las relaciones internacionales. Y la diplomacia de Washington será atraer a nuestros países para hacer nuestras las guerras que se están gestando en contra de Rusia y China. Por eso la unidad de Latinoamérica y el Caribe para neutralizar esas iniciativas y garantizar que Nuestra América siga siendo una Zona de Paz es más importante que nunca.

(Tomado de Página 12)

 

Atilio Borón
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