Todos los seres humanos iguales en dignidad
Así de sencillo. Al final de la segunda gran guerra, dolorosamente apercibidos de que el supremacismo, el racismo, la xenofobia, el dogmatismo… estuvieron en el origen de un conflicto bélico sin precedentes, con un inmenso coste en vidas humanas… los líderes de aquel momento adoptaron, entre otras de menor calado, dos decisiones esenciales: el multilateralismo democrático, para sustituir progresivamente la razón de la fuerza por la fuerza de la razón, y unos valores, derechos y deberes éticos supremos cuyo fundamento es la igual dignidad de todos los seres humanos, sea cual sea su género, su etnia, su ideología, su creencia, sus sensibilidad sexual, su linaje… De esta forma se descartaban radicalmente los brotes que habían conducido al nazismo (Adolfo Hitler, 1933, “la raza aria es incompatible con la judía”…); el fascismo (Benito Mussolini, ponderación de la romana); Imperio del Sol Naciente en Japón (con el Plan Tanaka adoptado por el Emperador Hiro-Hito).
En 1945 se crea el Sistema de las Naciones Unidas y en la Constitución de la UNESCO figura claramente el valor supremo de la igual dignidad humana y la necesidad de guiarse por “principios democráticos”. Tres años más tarde, en el artículo 1º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos se reitera la igual dignidad… Está, pues, meridianamente claro el mensaje de “Nosotros, los pueblos” al término de la segunda gran guerra: gobernanza democrática basada en la no discriminación, y, por tanto, en la improcedencia de cualquier “distintivo” favorable a unos u otros seres humanos.
Era un momento en que seguía prevaleciendo el poder absoluto masculino y el 90% de la humanidad nacía, vivía y moría en unos kilómetros cuadrados, con total desconocimiento de lo que acontecía más allá de su entorno inmediato. Lógicamente eran sumisos, temerosos, obedientes, silenciosos. La mujer se hallaba totalmente marginada y, a pesar de las consideraciones que anteceden, el racismo –adquiriendo a veces caracteres tan radicales como los de África del Sur- seguía prevaleciendo en buena parte del planeta.
Por no mencionar la esclavitud en épocas más lejanas pero bien conocidas, quiero exponer aquí únicamente la que tanto relieve tuvo a partir del siglo XVI en América, donde el tratamiento a los aborígenes lleva a Fray Bartolomé de las Casas a actuar con tal brío en su favor que es nombrado “Procurador o Protector Universal de todos los indígenas”. En las Leyes de Indias, emitidas en Burgos en 1513, se legisla ya en favor de los derechos humanos de los indios, y en 1516 el Cardenal Cisneros manifiesta con claridad que “Dios les ha dado los mismos talentos que al hombre blanco”.
Unos años más tarde el jesuita Pedro Claver se dedica con gran solicitud a aliviar el sufrimiento de los esclavos que llegaban al puerto negrero de Cartagena de Indias. Su lucha en favor de la total igualdad humana de los esclavos negros condujo a su canonización por el Papa León XIII en 1888.
También hay que mencionar en el mismo contexto americano el “Grito de Morelos” del Padre Miguel Hidalgo del 16 de septiembre de 1810, cuando proclama la independencia de México y manifiesta una total equiparación con los indígenas.
Acabo de referirme a América como ejemplo de lo que sucedía en otras partes del mundo, en otros contextos étnicos y culturales, para destacar que era el poder absoluto ya referido, el que impedía que todos los seres humanos recibieran igual tratamiento.
En lo que concierne a África, tuve ocasión, ya en el año 1976, de conocer a un gran africano, el senegalés Amadou Mahtar M’Bow, Director General a la sazón, de la UNESCO. Unos años más tarde, como Director General tuve la oportunidad de entablar excelentes relaciones de amistad con líderes africanos, tales como Léopold Sédar Senghor, Julius Nyerere, Aminata Traoré, Gertrude Monguella, Félix Houphouët-Boigny, Graça Machel, Doudou Diene, Kofi Annan y, muy en particular, al prisionero, durante 27 años, llamado Nelson Mandela, más tarde símbolo mundial de conciliación y universalidad. Por todo ello, fue en el corazón de África, en Yamoussoukro, donde en 1989, tuvo lugar, la gran reunión de la UNESCO para iniciar el Programa Cultura de Paz y No Violencia, intentando, precisamente desde África, sustituir progresivamente la imposición, el dominio y la guerra por el encuentro, el diálogo, la alianza y la paz. La fuerza por la palabra.
Fue en la Isla de Goré, desde donde salían la mayoría de los barcos con esclavos negros, declarada Patrimonio Mundial de la Humanidad para que todo el mundo tuviera esta referencia, donde escribí, en julio de 1992, cuando se creó el gran Programa Internacional La Ruta del Esclavo, para que todo el mundo pudiera aprender lo que representó el enorme magnicidio de la raza negra, los versos siguientes: “Su última / mirada / antes de ser tendido / en la bodega. / Su última / mirada / a aquella puerta / angosta, / a aquella isla, / a aquella tierra / suya / que ahora navega / en olas de desamor / hacia ignoradas costas. / Cuánto / queremos hoy / esos sollozos, / esa última / mirada viajera / desenraizada / brutalmente / de su paisaje, / de su casa, /de sus riberas. / Fueron vendidos / al peso. / Debemos / pagar la deuda”. Meses después se construyó en Ouidah, en Benin, el Arco del No Retorno…
Quiero mencionar ahora algunas de las palabras dedicadas a Nelson Mandela cuando llevaba 26 años en prisión, los últimos en Robben Island, cerca de Ciudad del Cabo, y había preparado ya tantas semillas de solidaridad, de concordia y de paz: “Allí estas, aherrojado, / dándonos libertad / a manos llenas. / Queremos hoy que sepas / que nuestras alas / tienen en cada pluma / la marca de tus rejas; / … que desde tu celda / libera y excarcelas / a tanto corazón anclado / en la tibieza…”.
Un hecho a destacar es que al acercarse el año 2000, con cambio de siglo y de milenio, la Unión Europea redactara la Carta de Derechos Fundamentales que, precisamente, se inicia con la igual dignidad. Parecía que, por fin, la humanidad iba a actuar debidamente en uno de los aspectos cruciales para una nueva era en que las capacidades inherentes a la especie humana (pensar, imaginar, anticiparse, innovar, ¡crear!) pudieran ejercerse plenamente por todos.
No ha sido así. A pesar de que, por primera vez en la historia y gracias en buena medida a la tecnología digital, la ciudadanía mundial ya conoce hoy lo que acontece; y puede expresarse libremente –¡ahora “Nosotros, los pueblos” ya tenemos voz!- y, sobre todo, la mujer está alcanzando la total igualdad que le corresponde para participar con sus facultades inherentes… la deriva neoliberal no ha permitido que la gobernanza sea multilateral y democrática y que se descarten sin reserva alguna los brotes de supremacismo, fanatismo y dogmatismo. El multilateralismo ha sido marginado progresivamente por el Partido Republicano de los Estados Unidos. No es desde ahora, no. Ya en 1919, impidió que Norteamérica perteneciera a la Liga de Naciones… ¡creada por un Presidente norteamericano! (Woodrow Wilson). Con esta ausencia fundamental la Sociedad de Naciones no pudo reconducir debidamente el autoriatismo y el populismo, y, como ya he mencionado, el nazismo y el fascismo condujeron a la segunda guerra mundial.
Después de la guerra fría, que tanto ensombreció la actuación del Sistema de las Naciones Unidas, dos hechos inesperados –la transformación de la Unión Soviética en una Comunidad de Estados Independientes y la superación del apartheid racial, la forma más abominable de racismo, en Suráfrica, por obra y gracia de Mikhail Gorbachev y Nelson Mandela, respectivamente- llenaron de esperanza las perspectivas de la humanidad en su conjunto. Pero, de nuevo, fue el Partido Republicano de los Estados Unidos, con el Presidente Reagan y la cooperación de la Primer Ministro del Reino Unido, Margaret Thatcher, los que arrinconaron al multilateralismo democrático y confiaron a sólo seis países, el G6, la gobernanza mundial. La deriva neoliberal –que pasó ulteriormente al G7, G8 y G20, este último incremento con motivo de la crisis financiera del año 2008- condujo a la humanidad en su conjunto a un “gran mercado” donde la única referencia era el producto interior bruto (PIB), índice de crecimiento económico pero no de desarrollo sostenible.
Desde hacía muchos años varias instituciones y entidades científicas habían llamado la atención, con énfasis acumulado, sobre la necesidad de reducir la emisión de gases “con efecto invernadero”, porque podían conducir de forma irreversible a un cambio climático con calentamiento global y, en definitiva, al deterioro de la habitabilidad de la Tierra.
Ya en 1947, la UNESCO había creado la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) y los Programas Internacionales Hidrológico, Geológico y Oceanográfico, reunidos en el gran Programa “El Hombre y la Biosfera”… y el Club de Roma, con Aurelio Peccei a la cabeza, había advertido de la necesidad de observar los “límites del crecimiento”… y la Academia de Ciencias de los Estados Unidos había manifestado en 1979 que era apremiante reducir las emisiones de anhídrido carbónico urgentemente porque su recaptura por los océanos estaba disminuyendo debido a la degradación, así mismo, de las aguas marinas (fitoplancton)…
Siempre desoídos. Sólo los “mercados” progresando y ocupando todo el espacio que debía estar reservado a las grandes prioridades defendidas en todo momento por las Naciones Unidas: alimentación, agua potable, servicios de salud de calidad, cuidado del medioambiente, educación para todos a lo largo de toda la vida, y paz.
En el año 2015, después de unos años de esperanza por el adecuado enfoque de muchos temas internacionales (islam, ecología, mediación…) el Presidente Obama, un afrodescendiente, logra una gran pausa de esperanza al suscribir en ese otoño los Acuerdos de París sobre calentamiento global y la Resolución adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre la Agenda 2030 (Objetivos de Desarrollo Sostenible) “para transformar el mundo”.
Para general infortunio, la elección del Presidente Donald Trump, representó un cambio radical en estas tendencias que parecían tan favorables y, desde el primer momento, declaró que no iba a poner en práctica los Acuerdos sobre medioambiente y, en cambio, reclamó mayores inversiones en defensa… que le fueron atribuidas, mansamente, por líderes amilanados y sometidos al poder de los mercados, a una economía basada en la especulación, la deslocalización productiva y la guerra (no me canso de repetir que cada día mueren de hambre miles de personas al tiempo que se invierten en gastos militares y armas más de 4000 millones de dólares). La Unión Europea, atrapada en las mismas redes, había dejado de ser la Europa democrática, solidaria, defensora de los derechos humanos y de la igual dignidad… cerrando fronteras en lugar de procurar ayuda al desarrollo de los países emergentes, contribuyendo a la explotación en lugar de la cooperación internacional… si bien, en los últimos años alarmada por los movimientos ultraderechistas, populistas y absolutistas, pretendía reconducir sus actuaciones.
A todas estas, llegó el coronavirus COVID-19 y sorprendió a quienes, interesados únicamente en facilitar el tráfico humano, no habían adoptado las medidas que algunas comunidades científicas habían recomendado en vano dado que las epidemias, que siempre han existido y existirán, serán pandemias precisamente por la inmensa movilidad de los transmisores. Y la humanidad se ha dado cuenta de que hay una serie de pautas que deben seguirse, de que los virus no reconocen fronteras ni apellidos y que es apremiante un nuevo concepto de seguridad que a la defensa de los territorios añada la capacidad para hacer frente a catástrofes naturales o provocadas y, sobre todo, de prevención en gran medida de agentes patógenos.
Es un escándalo intolerable que se negocie con la salud. Que las residencias de ancianos en lugar de un servicio de salud de calidad sean parte de un gran negocio… que la privatización no haya permitido disponer de los arsenales “médicos” que sólo se utilizan, desde tiempo inmemorial, para los conflictos…
Esta vez, no se olvidará. Esta vez, las lecciones aprendidas se llevarán a la práctica porque ahora los ciudadanos ya pueden expresarse y tienen muy claro que las riendas del destino común no pueden hallarse en manos de unos cuantos grupos plutocráticos sino de “Nosotros, los pueblos”, como se inicia la Carta de las Naciones Unidas. Ahora –lo estamos viendo por fortuna con la reacción mundial frente a la discriminación a la raza negra en los Estados Unidos- “los pueblos” ya no permanecerán callados, ya no se dejarán distraer; manifestarán en grandes clamores populares sus puntos de vista… a sabiendas de que hoy, si no hay evolución habrá revolución. He insistido en que la diferencia entre una y otra es la “r” de responsabilidad. Hasta hace poco desaconsejaba la revolución porque conllevaba violencia. Ahora, desde que los pueblos tienen voz, ya no es necesario recurrir a la manifestación violenta. Ha llegado el momento de sustituir la fuerza por la palabra. No por la palabra de unos cuantos sino la de todos. 9 de junio de 2020.
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