El imperio y la legitimación de la tortura
La publicación del Informe del Comité de Inteligencia del Senado de Estados Unidos dado a conocer días pasados describe con minuciosidad las diferentes “técnicas de interrogación” utilizada por la CIA para extraer información relevante en la lucha contra el terrorismo. Lo que se hizo público es apenas un resumen, de unas 500 páginas, de un estudio que contiene unas 6.700 y cuya primera y rápida lectura produce una sensación de horror, indignación y repugnancia como pocas veces experimentó quien escribe estas líneas.[1]
Los adjetivos para calificar ese lúgubre inventario de horrores y atrocidades no alcanzan a transmitir la patológica inhumanidad de lo que allí se cuenta, sólo comparables a las violaciones a los derechos humanos perpetradas en la Argentina por la dictadura cívico-militar, o las que en el marco del Plan Cóndor se consumaron en contra de miles de latinoamericanos en los años de plomo.
El Informe es susceptible de múltiples lecturas, que seguramente animarán un significativo debate. Para comenzar digamos que su sola publicación produce un daño irreparable a la pretensión estadounidense de erigirse como campeón de los derechos humanos, siendo que una agencia del gobierno, con línea directa a la Presidencia, perpetró estas atrocidades a lo largo de varios años con el aval –caso de George W. Bush- o la displicente indiferencia de su sucesor en la Casa Blanca. Obviamente, si ya antes Estados Unidos carecía de autoridad moral para juzgar a terceros países por presuntas violaciones a los derechos humanos, después de la publicación de este Informe lo que debería hacer Barack Obama es pedir perdón a la comunidad internacional (cosa que desde luego no hará, o no lo dejarán hacer, como lo demostró el escándalo de los espionajes), interrumpir definitivamente la publicación de los informes anuales sobre la situación de los derechos humanos y del combate al terrorismo en donde se califica el comportamiento de todos los países del mundo (excepto Estados Unidos, juez infalible que no puede ser enjuiciado) y asegurarse que prácticas tipificadas como torturas por el Informe senatorial no sólo no volverán a ser utilizadas por la CIA o las fuerzas regulares del Pentágono sino tampoco por el número creciente de mercenarios enrolados para defender los intereses del imperio, lo que tampoco tiene demasiadas probabilidades de ocurrir. Precisamente, la idea de nutrir cada vez más a las fuerzas del Pentágono con mercenarios reclutados por sus aliados en el Golfo Pérsico (Arabia Saudita, Emiratos, Qatar, etcétera) o por compañías especializadas, como Academi (la tenebrosa ex Blackwater) es liberar al gobierno de los Estados Unidos de cualquier responsabilidad por violaciones a los derechos humanos que pudieran cometer estos “contratistas”, como eufemísticamente se los denomina. Al “tercerizar” de este modo sus operaciones militares en el exterior la aplicación de torturas en contra de presuntos, o verdaderos, terroristas se realiza al margen de las estipulaciones de la Convención de Ginebra que establece que los prisioneros de guerra deben tener garantías jurídicas de defensa y ser tratados de modo humanitario. Los mercenarios o “contratistas”, por el contrario, son bandas contratadas por Washington para operaciones especiales, actuando al margen de toda ley. No tienen prisioneros sino “detenidos”, a los cuales pueden mantener bajo su custodia todo el tiempo que consideren necesario, negándoseles el derecho a la defensa y quedando a merced de los maltratos o las torturas que sus captores decidan aplicarles, gozando para ello de total impunidad.
En segundo lugar, el Informe obvia considerar que la tortura fue legalizada por el Presidente George W. Bush. Tal como lo hemos señalado en un estudio publicado en 2009 la tortura como una práctica habitual venía siendo utilizada desde mucho tiempo atrás por la CIA y otras agencias del gobierno federal. En dicho texto decíamos que “a partir de los atentados del 11 de Septiembre y la nueva doctrina estratégica establecida por el presidente George W. Bush al año siguiente (“guerra contra el terrorismo”, “guerra infinita”, etcétera) las torturas a prisioneros, sean éstos supuestos combatientes enemigos o simple sospechosos, se tornaron prácticas habituales en los interrogatorios, así como también los tratos inhumanos o degradantes infligidos a las personas bajo custodia de las tropas estadounidenses. A fin de evitar las consecuencias legales que se desprenden de esta situación Washington adoptó como una de sus políticas el traslado de sus prisioneros a cárceles situadas en países donde la tortura es legal o en los cuales las autoridades no tienen interés alguno en impedirla, sobre todo si se trata de favorecer los planes estadounidenses; o enviarlos a Afganistán, Irak o la propia base norteamericana de Guantánamo, donde se puede interrogar brutalmente a cualquier prisionero sin ningún tipo de monitoreo judicial y sin la presencia de molestos observadores como, por ejemplo, la Cruz Roja Internacional.”[2]
Para estupor de propios y ajenos, aún después de haberse dado a conocer el Informe del Senado el vocero de la Casa Blanca apeló a ridículos eufemismos cuando transmitió el repudio del presidente Obama por sus revelaciones: condenó los “duros y atroces interrogatorios” practicados por la CIA, obviando utilizar el término correcto para definir lo que según la Convención Contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanas o Degradantes es simple y llanamente eso: tortura. En su artículo primero la Convención establece que “Se entenderá por el término ‘tortura’ todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión; de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido; o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia. No se considerarán torturas los dolores o sufrimiento que sean consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes o incidentales a estas.” [3]
De acuerdo a esta definición es imposible sostener que prácticas tales como la “rehidratación rectal”, la “hipotermia”, la “alimentación rectal”, colgar a una víctima de una barra, amenazar con violar a su esposa o hijas, la prohibición de dormir o el “submarino” (“waterboarding”, como se la llama en inglés) aplicadas cruelmente por horas y días para interrogar sospechosos de terrorismo no constituyen flagrantes casos de tortura.[4]
No obstante ello, en Marzo de 2008 el presidente Bush vetó una ley del Congreso que prohibía la aplicación del “submarino” a presuntos terroristas, dando cumplimiento a un anuncio previo en el cual advertía que vetaría cualquier pieza legislativa que impusiera limitaciones al uso de la tortura como método válido y legal de interrogación. En respuesta a sus críticos la Casa Blanca dijo que sería absurdo obligar a la CIA a respetar los preceptos establecidos por la legislación internacional porque sus agentes no se enfrentaban a combatientes legales, fuerzas regulares de un estado operando de conformidad con los principios tradicionales sino a terroristas que actúan con total desprecio por cualquier norma ética. De este modo Bush y su pandilla intentaron justificar la violación permanente de los derechos humanos bajo el pretexto del “combate al terrorismo”. No sólo eso: su Secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, autorizó explícitamente en Diciembre del 2002 la utilización de por lo menos nueve “técnicas de interrogación” que sólo en virtud de un perverso eufemismo pueden dejar de ser calificadas como torturas. Lo interesante del caso es que Estados Unidos adhirió a la citada Convención (que cuenta con 145 estados partes) en el año 1994 pero se cuidó muy bien de ratificar el Protocolo que le otorga facultades de control al Comité de la Tortura de las Naciones Unidas. En otras palabras, la simple adhesión a la Convención fue una movida demagógica, carente de consecuencias prácticas en la lucha contra la tortura.
El horror que despierta el Informe no debería llevarnos a pensar que allí se encuentra toda la verdad. Si bien destruye el argumento central de la CIA en el sentido de que esas “duras tácticas de interrogación” eran necesarias para prevenir nuevos ataques terroristas contra Estados Unidos, lo cierto es que la estimación de los números de los detenidos y torturados se ubica muy por debajo de lo que permiten inferir otras fuentes documentales. En el Informe, por ejemplo, se dice que “la CIA mantuvo detenidas a 119 personas, 26 de los cuales aprehendidas ilegalmente”. Sin embargo, es sabido que para perpetrar estas violaciones a los derechos humanos Estados Unidos habilitó numerosas cárceles secretas en Polonia, Lituania, Rumania, Afganistán y Tailandia; y contó con la colaboración de países como Egipto, Siria, Libia, Paquistán, Jordania, Marruecos, Gambia, Somalía, Uzbekistán, Etiopía y Djibouti para realizar sus interrogatorios, a la vez que algunas ejemplares “democracias” europeas, como Austria, Alemania, Bélgica, Chipre, Croacia, Dinamarca, España, Finlandia, Irlanda, Italia, Lituania, Polonia, Portugal, Reino Unido, República Checa, Rumania y Suecia, amén de otros países extraeuropeos, colaboraron en facilitar la entrega y traslado de prisioneros a sabiendas de lo que les aguardaba a esas personas.[5] El número de víctimas supera con creces las 119 del Informe. Téngase presente que según Human RightsFirst, una organización no gubernamental estadounidense, el número total de detenidos que pasaron por la cárcel de Guantánamo desde su inauguración fue de 779 personas.[6] Por otra parte, un informe especial de Naciones Unidas asegura que sólo en Afganistán la CIA detuvo a 700 personas y a 18.000 en Irak, todos bajo la acusación de “terroristas”.[7] Ni hablemos de lo ocurrido en el campo de detención de Abu Ghraib, tema que hemos examinado en detalle en nuestro libro.[8]
Para finalizar, tres conclusiones. Primero, el Informe pone el acento en la inefectividad de las torturas soslayando imprescindibles consideraciones de carácter ético o político. De las veinte conclusiones que se presentan en las primeras páginas del Informe sólo una, la vigésima, expresa alguna preocupación marginal por el tema al lamentarse que las torturas aplicadas por la CIA “dañaron la imagen de los Estados Unidos en el mundo a la vez que ocasionaron significativos costos monetarios y no- monetarios.” [9] No existe ninguna reflexión sobre lo que significa para un país que presume orgullosamente de ser una democracia -o la más importante democracia del mundo, según algunos de sus más entusiastas publicistas- además del “líder del mundo libre” incurrir en prácticas monstruosas que sólo pueden calificarse como propias del terrorismo de estado al estilo del que conociéramos en América Latina y el Caribe en el pasado. La tortura no sólo degrada y destruye la humanidad de quien la sufre; también degrada y destruye al régimen político que ordena ejecutarla, la justifica o la consiente. Por eso es que este nuevo episodio demuestra, por enésima vez, el carácter farsesco de la “democracia norteamericana”. De ahí que la expresión que mejor conviene para retratar su verdadera naturaleza es el de “régimen plutocrático.” Régimen, porque quien manda es un poder de facto, el complejo militar-financiero-industrial que nadie ha elegido y a quien nadie rinde cuentas; y plutocrático, porque el contenido material del régimen es la colusión de gigantescos intereses corporativos que son, como lo anotara Jeffrey Sachs días atrás, quienes invierten centenares de miles de millones de dólares para financiar las campañas y las carreras de los políticos y los lobbies que cabildean en favor de sus intereses y que luego obtienen como compensación a sus esfuerzos beneficios económicos de todo tipo que se miden en billones de dólares. Todo esto, además, justificado por una decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos que legalizó los donativos ilimitados que, en su enorme mayoría, pueden beneficiarse del anonimato.[10]
Segundo, el Informe se abstiene de recomendar la persecución legal de los responsables de las monstruosidades perpetradas por la CIA. Ante una descripción que parece inspirada en las más horribles escenas del Infierno de Dante, los autores se abstienen de recomendar al Premio Nobel de la Paz que la justicia tome cartas en el asunto. Pero el pacto de impunidad está consagrado, y ante la inacción de la Casa Blanca los torturadores y sus numerosos cómplices, dentro y fuera de la Administración Bush, han salido a apoyar abiertamente las torturas y acusar a los redactores del Informe de parcialidad ideológica, todo esto en medio de una desaforada exaltación del chauvinismo estadounidense y de una cuidadosa ocultación de las mentiras utilizadas por Bush y su pandilla, desde las referidas a qué fue lo que realmente ocurrió el 11-S, en donde hay más incógnitas que certezas, hasta la acusación a Irak de poseer armas de destrucción masiva. Dado que Obama ha dado a entender que no enjuiciará a los responsables materiales e intelectuales de estos crímenes la conclusión es que no sólo se legaliza la tortura sino que también se la legitima, se la aprueba, tal vez como un “mal necesario” pero se la justifica. Ante ello sería bueno que algún tribunal del extranjero, actuando bajo el principio de la jurisdicción universal en materia de delitos de lesa humanidad, trate de hacer justicia allí donde el régimen norteamericano apaña la impunidad de los criminales y consagra la perversión y la maldad como una virtud.
Tercero y último: la deplorable complicidad de la prensa. Todos sabían que la CIA y otras fuerzas especiales del Pentágono tienen incorporada la tortura de prisioneros como un SOP (“standardoperatingprocedures”
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