La increíble historia del coraje de un gurí olimareño

El vía crucis del pequeño Dionisio, que ofrendó su vida por la hermana

(segunda y Ultima parte)

Resumen de lo publicado

En dos modestos ranchos de barro y paja de un caserío en las inmediaciones del arroyo El Oro en el departamento de Treinta y Tres, vivía Dionisio, el gurí protagonista de esta historia, con su madre, viuda de 27 años nieta de la primera esposa del viejo don Juan Díaz y Eduardo Fasciolo medio hermano de María. Con la madre de Dionisio (María) vivía «ajuntao» un tal Luis Ramos, hijo de un viejo enemigo de Juan Díaz al que éste ni siquiera después de muerto perdonó. De esa unión entre Luis y María había nacido una hija, Gabina Ramos que cuando esto sucedió tenía apenas un año. Los seis compartían la pobreza y las emociones encontradas. La tragedia se desató aquella noche del 8 al 9 de mayo de 1929, cuando el viejo Juan Díaz, en medio de una furia demencial llenó de horror y sangre el rancherío.

Aquella noche había llovido bastante y el Parao en creciente desbordó las costas del Oro. El hijo del «Zurdo», Luis Ramos estaba de changa en una estancia vecina, Eduardo el carpintero del pie de madera hecho por él mismo después de amputarse el de carne y hueso a facón limpio por la picadura de una crucera, descansaba en uno de los ranchos. María arrullaba en voz baja a la pequeña Marina Gabina que finalmente se había quedado dormida en su cunita de madera rústica. Dionisio al irse a dormir notó que su abuelo no estaba en el rancho. Entonces salió a buscarlo al patio y lo encontró maldiciendo como tantas veces, pero en su mano el largo facón de acero alemán relumbraba en las sombras, mientras el viejo largaba puñaladas al aire tal como si estuviera en pleno duelo con un fantasma. Cuando el niño abrió la puerta el anciano se abalanzó sobre ella y se dirigió a María con los ojos como escapados de sus órbitas. Y fue entonces que le asestó a la muchacha una brutal puñalada diciéndole con furia:-«Â¡Esto es para vos perra!…»

Dionisio entonces comprendió lo que sucedía. Sus temores se habían confirmado y trató de impedir que el abuelo hiriera más a su madre interponiéndose entre ambos mientras le gritaba: «Â¡No abuelito, a ella no!», pero el anciano con su fuerza multiplicada por su estado lo apartó varias veces con manotazos frenéticos , pero el niño volvía a interponerse y a rogarle que no dañara a su madre. La hoja del facón chocó varias veces con su cuerpo y recibió profundas heridas en sus brazos, en su ingle y en una feroz arremetida le abrió su vientre. Bañado en sangre vio como el abuelo destrozaba a puñaladas a su madre que apenas pudo oponer resistencia tratando de cubrir la cunita de la niña.

Mientras el anciano continuaba con su furia sangrienta, Dionisio como pudo logró entre las sombras arrastrarse hasta la cunita de su hermana para protegerla. La madre, aún con un resto de vida trataba de impedir que el viejo siguiera atacándola y en ese intento tomó la hoja del facón para detenerlo con su mano derecha y ésta le fue casi cercenada por el filo implacable del acero alemán. Dionisio logró sacar a la pequeña de la cunita y arrastrándose salió con ella tratando de dirigirse al rancho donde dormía su tío Eduardo quien ante los gritos ya estaba acudiendo sin saber exactamente lo que pasaba, caminando dificultosamente con aquel pie de madera tallado por el mismo. Mientras su tío al descubrir la razón de todo trataba de detener al anciano en su furia demencial, el gurí llegó a la choza, se trancó por dentro con un grueso albardón y envolvió a su hermanita en unos trapos, mientras él con una camisa de se fajó fuertemente el vientre al notar que parte de sus vísceras se le estaban escapando por la profunda herida. Apagó el candil y en silencio se acurrucó debajo del catre con su hermanita apretada entre los brazos.

En ese instante sintió a su tío en el patio clamar por un cuchillo buscó uno en la oscuridad y se lo alcanzó. Volvió a encerrarse. Escuchó a ambos hombres luchando. Maldiciones y quejidos llenaban la noche. En unos instantes sintió unos pasos acercándose a la puerta y a alguien que daba unos fuertes golpes. Era su abuelo que lo llamaba. Guardó silencio. Pocos minutos después escuchó los pasos del viejo alejándose entre maldiciones, hasta que el silencio se apoderó del lugar.

«Â¡Cuidá la nena…!»

Dionisio, afiebrado, bañado en sangre continuaba taponándose sus heridas con trapos. Hasta que sintió un ruido, como el de algo que se arrastraba del otro lado de la puerta y unos golpes muy débiles en ella. Sin moverse de su escondite trató de aguzar su oído y entonces reconoció la voz de su tío Eduardo que le decía: «Â¡Abrí Ñatito… soy yo…!», mientras un lamento de dolor lo conmovía. Como pudo Dionisio llegó hasta la puerta, la abrió, ayudó a su tío a entrar y volvió a trancar por dentro. El hombre apenas tuvo fuerzas para decirle: «Â¡Cuidá la nena! Cuando amanezca llevála a la comisaría…» Dionisio trató de reanimarlo pero lo vio morir en sus brazos.

El dolor de sus propias heridas parecía vencerlo cuando los primeros resplandores del sol se dejaron ver por debajo de la puerta y decidió emprender viaje. Con una tijera de esquilar cortó parte de sus propios intestinos que al salirse le impedían vendarse fuertemente y aún le quedaron fuerzas para ir hasta el rancho donde estaba el cuerpo sin vida de su madre para juntar unas ropitas de la niña. Hizo un atadito con ellas luego cubrió con una sábana el cuerpo semidesnudo y destrozado de su madre y regresó a buscar la pequeña.

El vía crucis

Desde el rancherío del Oro hasta la comisaría de la segunda sección olimareña había aproximadamente unos cinco kilómetros a campo traviesa. Lentamente con su hermana en brazos, ardiendo en fiebre y dejando tras de sí un rastro de sangre entre pastos y cardos, avanzó lentamente. Debió cruzar algunas cañadas crecidas, montes y pajonales, caminar por terrenos pedregosos y por bañados traicioneros.

De a ratos se detenía para tomar aliento y luego continuaba, siempre con la niña apretada entre los brazos. Algunos vecinos aseguran que se encontraron restos de sus vísceras enganchados en algunos alambrados.

Finalmente llegó hasta la comisaría. Tiempo después algunos de aquellos curtidos milicos de campaña recordarían la escena manifestando que la imagen de Dionisio con su cuerpo destrozado y la pequeña en brazos, cuando irrumpió en el rancho de la seccional diciendo: «Abuelito está loco… anoche mató a mamita y a mi tío… yo salvé a mi hermanita y la traje pa’ que ustedes la cuiden… estoy cansado… quiero agua…» jamás podrían olvidarla.

Inmediatamente llamaron al médico más cercano -cercano en aquellos tiempos y parajes significaba varias leguas- y cuando al fin llegó, milagrosamente el niño aún estaba con vida y en su afiebrado delirio solamente repetía: «Â¡salven a la gurisa… que el viejo no toque a mi nena…!».Cuando decidieron llevarlo hasta Treinta y Tres ya era tarde. Dionisio murió apenas iniciado el viaje hacia la ciudad.

Unos quince días después en las aguas de una laguna fue encontrado el cuerpo sin vida del viejo Juan Díaz, y en el pago llegaron a la conclusión que el anciano al recuperar su lucidez y comprender la tragedia, se habría suicidado.

La niña, rescatada, creció ,estudió, se recibió y jubiló de maestra y nunca se fue definitivamente de los pagos olimareños.

Y entonces la leyenda

La historia de Dionisio Díaz comenzó a andar por todos los pagos, hasta los más lejanos y finalmente la noticia llegó a los diarios y conmovió a todo el país. Como era común en aquellos
años el drama fue recogido por payadores y cantores trashumantes que lo transformaron en coplas y así de boca en boca fue creciendo la leyenda. Así fue como ingresó en la inmortalidad aquel criollito de nueve años, analfabeto, medio » mestizao» de nariz chata, pelo rubio y ojos celestes, criado entre los breñales montaraces del arroyo o la cañada del Oro, los montes del Parao cercano y la tremenda soledad de aquellos contornos. Hoy por hoy hay escuelas públicas que llevan su nombre, los poetas le han cantado (y lo siguen haciendo) y en la plaza Colón de Treinta y Tres hay un monumento perpetuando su recuerdo. En la misma costa del Oro hay un mojón plantado en su memoria en el sitio de la tragedia. Omar Díaz, un poeta olimareño diría:»Â¡Cómo no ha de ser fecundo, suelo de la patria mía, regado con sangre gaucha, sangre de Dionisio Díaz». *

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