El retorno de la influencia directriz
Con Julio Herrera y Obes, en 1890, se inicia la era civil, que durará hasta el golpe militar de 1973. Para Julio Herrera y Obes ser presidente, en el Imperio Británico, «era ser gerente de una estancia cuyo directorio está en Londres». Es justamente Julio Herrera y Obes el que instala lo que él llamaría «influencia directriz», digitando su sucesión. Práctica por medio de la cual el coloradismo, especialmente José Batlle y Ordóñez, elegía a sus sucesores en la presidencia. No existía la elección directa del presidente, éste salía de las negociaciones políticas en el Senado. Democracia liberal, limitada a alfabetos y propietarios.
El «Pepe» Batlle, luego de su primera presidencia (1903-1907), designa a Claudio Williman para que le cuide el sillón presidencial, para luego volver en un segundo período. Luego, Batlle impone también a su ministro del Interior, Feliciano Viera, como sucesor y éste a Baltasar Brum. Esta práctica continuó dentro del Partido Colorado hasta la instalación del Colegiado en 1952.
«Influencia directriz» es lo que está reeditando el presidente Tabaré Vazquez al forzar la fórmula electoral Astori-Mujica. Manifiesta mentalidad tradicionalista, unitario-colorada, que juega su carta, Astori, velando por la confianza de «las clases conservadoras». Busca con ello colocar la popularidad presidencial, que trasciende al frente, tras Astori. Es una apuesta a crecer con votos liberales. Se habla de «una fórmula ganadora». Si resulta, Mujica pasa a ser prescindible, ingresa a la galería de los trofeos históricos del partido. Pero Mujica aún tiene los votos, el respaldo de un inmenso crédito público que hizo posible ocho intendencias, siete en el interior. Votos imprescindibles. En este país un ciudadano vale un voto, gracias a la «chusma incivil» saravista, cuyos descendientes hace un siglo esperan en los arrabales del Uruguay por «patria para todos».
Es sabido el desgaste de Astori y el sostenido prestigio de Mujica. Una elección interna del Frente Amplio sería una carrera de ganar al trote, sin tocar la fusta, para éste. Y esto no puede permitírselo el Presidente. El Uruguay es una monarquía disfrazada de cuño liberal. No hay lugar para segundones. La vicepresidencia es «el corralito» unitario armado para amansar a Mujica, haciendo de su caudal electoral cureña del cañón liberal. Y éste tiene sólo dos opciones: irse ahora para la chacra, con su prestigio a cuestas, sepultando el frente liberal, o dentro de cinco años, con lo que le quede, a escribir sus memorias. Tampoco tiene la edad de Batlle Berres o de Pacheco, para apostar a la suerte.
Ahora hacerse la pregunta de rigor: ¿Para qué el gobierno? Para gobernar. ¿Para quién? No es un secreto para nadie que en el seno del Frente caminan diversas concepciones de país. La ancestral contradicción entre unitarios y federales vive en él. Integración americana o «apertura al mundo». El puerto o la nación. Ya no hay tiempo de «barajar y dar de nuevo». En el Frente todo, sin el Frente nada. Mas allá, el vacío, la impotencia, propuestas coloniales de cipayos desocupados, arribistas embalsamados en los tiempos de Thatcher y Reagan, esperando ser sepultados con Bush.
Es el pueblo o la «influencia directriz». La suerte de la patria está, hoy mas que nunca, en manos del pueblo frentista.
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