De Newport a Montevideo
Durante el primer quinquenio de los años 50 Ellington tuvo un fuerte bajón en sus actividades. Algunos músicos lo habían abandonado, otros estilos de jazz moderno ocupaban la atención de los aficionados y la era de las big bands parecía haber pasado definitivamente. Igual siguió manteniendo su orquesta y en 1956 fue invitado para participar por vez primera en el festival de Newport. Con cierta indiferencia por parte del público, la orquesta tocó unas piezas hasta que le llegó el turno al blues «Diminuendo and Crescendo in Blue», que Duke había compuesto en 1937. El saxo tenor Paul Gonsalves se acercó al micrófono, entró en trance y, apoyado por una impelente sección rítmica comandada por el baterista Sam Woodyard, comenzó un vehemente solo. Alrededor del noveno coro el público comenzó a aullar de aprobación, en el coro quince rompió las barreras que lo separaban del escenario, retiró por la fuerza los asientos y se puso a bailar frenéticamente. En el coro veinte el pandemonium era infernal y el productor del festival, George Wein, le gritó a Ellington que parara la música antes que la cosa pasara a mayores. La respuesta del pianista, que a su vez bailaba sobre el escenario, fue: «No interrumpa a los artistas». Finalmente, Gonsalves terminó en el coro número 27 y la orquesta retomó el blues hasta finalizar en medio de la indescriptible ovación de los asistentes. Toda la prensa puso en primera plana el increíble suceso, la revista Time publicó la foto de Ellington en su carátula y el éxito y la fama no volverían a abandonarlo hasta el día de su muerte. En más de una entrevista Duke repetiría esta afirmación: «Yo nací en Newport en julio de 1956″.
La banda realizó numerosas giras internacionales. Ellington llegó a Montevideo en dos ocasiones: al Estudio Auditorio del Sodre en 1968 y al Palacio Peñarol en 1971. El primer concierto fue memorable y dejó a todos con la sensación de haber asistido a un espectáculo difícilmente superable.
En su segunda visita Ellington fue confinado a un escenario más apto para encuentros deportivos que para la música (el Estudio Auditorio se había incendiado dos meses antes). Lástima que en esta ocasión el tan famoso Paul Gonsalves, «mamáu por unanimidá», como diría Juceca, apenas pudo soplar al principio algunos compases. Luego quedó dormido hasta el final del concierto. Pocos días después un comentarista uruguayo, escribió: «El colmo increíble fue un músico completamente borracho (el saxo tenor Paul Gonsalves) que entró al escenario tambaleándose, caminó en esas condiciones hasta el micrófono para hacer un solo que no pudo dar por su total embriaguez –debió suplantarlo otro y Ellington dijo: «El hombre tomó unos tragos»–, para volver a su sitio en la línea de saxos y dormirse en escena hasta el final. Lo despertó el último de sus compañeros mientras el público festejaba esto como una gracia, cuando en realidad fue de lo más vergonzoso que hayamos presenciado nunca en un espectáculo».
Pero esa vergüenza queda hoy como simple anécdota. Lo que importa es el recuerdo del genial maestro, a quien algunos definieron como «el más grande compositor norteamericano del siglo veinte». Su obra seguirá viva mientras sigamos escuchando sus maravillosas grabaciones, su inconfundible orquesta, la inagotable creatividad de su talento.
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