La cárcel circular de Franz Kafka
Nos preguntamos qué diría, no ya un psiquiatra o psicoanalista, sino una persona común, que conozca la leyenda de Edipo y las ideas de Freud, de un hombre que detesta sin ninguna razón comprensible a su padre, que se satisface mayormente con prostitutas y que, inversamente, es incapaz de tener una relación satisfactoria con mujeres que sean sus semejantes. Todo el mundo diría, casi automáticamente, que se trata de un complejo de Edipo no resuelto, de un hombre infantil e inmaduro. Esta es, exactamente, la historia de Kafka. La «Carta al padre», que entrega a la madre, quien se la devuelve sin llevarla a destino, no convence a nadie de que Franz tuviera algún motivo legítimo para odiar a Herrmann; Kafka frecuentaba asiduamente los cabarets y las prostitutas de Praga, como estampó desde la pantalla del cine Beda do Campo Feijóo; más gravemente, Kafka no tuvo ninguna relación sentimental normal con ninguna de las mujeres que se le conocen. Milena Jesenka, oh casualidad, era casada; Dora Diamant lo acompañó en los últimos seis meses de su vida, y para peor es objeto de una absurda petición de mano, casi una broma macabra en quien está por morir; las cartas a Felice Bauer son un alegato demoledor contra Kafka y no creemos que nadie pueda sobrevivir a su lectura sin detestar al exasperante autor. Pero de Kafka esas cosas no se dicen, y no se dicen porque no se piensan; y no se piensan porque, posiblemente sin quererlo, se padece un extraño bloqueo que hace al autor inalcanzable, intocable, más allá de la crítica. Sus biógrafos (o hagiógrafos) y comentaristas (Klaus Wagenbach, Max Brod, Marthe Robert) no ven nada entre Kafka y su madre (a lo más, hablan de la predilección de Kafka por la familia de su madre) y mucho menos logran identificar al origen de las perturbaciones emotivas del escritor. Nuestro gran Pope de la crítica literaria de fines del siglo XX, Harold Bloom, cuando habla de Kafka en «The Western Canon» (pág. 417) algo parece intuir y menciona a Freud, pero sólo se le ocurre esta pobre fantasía: «…Freud, menospreciado por Kafka… hubiera gozado una rara venganza si hubiera leído y analizado sus cartas de amor, que cuentan entre las más ansiosas que se hayan escrito». Todo se hubiera resuelto con alguna pastilla de Lexotán.
La vida en la colonia, que no es precisamente penitenciaria, gira alrededor de una máquina mortífera, obra maestra de un ex comandante, fallecido. Un gárrulo oficial (Walter Rey) profesa una admiración sin límites hacia la máquina y su inventor, en tanto que resiste, con no menos tenacidad, al comandante al mando y discute moderadamente los beneficios de los juicios sumarios con un explorador ocasional (Iván Solarich). El lector adivina el final: la máquina no destruye al condenado pero sí, ignominiosamente, a su oficiante.
Como cuento, «En la colonia penitenciaria» muestra defectos evidentes. La idea original, que es valiosa, de un establecimiento donde lo único posible es ser culpable de la violación de algún reglamento o deber de obediencia y por ello ser condenado a muerte, algo así como una prisión dentro de otra, no está bien desarrollada. La oda a la máquina, a cargo del sobreexcitado oficial, desequilibra el cuento por su extensión, que debe ser más de la mitad de la obra; el relato es muy pobre de escritura y de ideas y nulo como composición; perdidos en los meandros de la narración, los personajes no llegan a definirse, y sabemos de ellos muy poco más de lo que ya consignaron estas líneas; el ir y venir del prisionero (Sergio Mautone) a quien no llega a ajusticiarse, y el carcelero (Fernando Gallego) es sumamente confuso; el desenlace, con la misteriosa visita a la tumba del ex comandante, es oscuro a más no poder. Las últimas líneas dicen que el explorador discute con un barquero las condiciones del regreso, escena que en la versión de Nelly Goitiño es suplantada por una imagen simbólica pero siempre ambivalente.
Pero la directora Nelly Goitiño todo lo puede y ha hecho atractiva e interesante la puesta en escena de esta obra, a la que sigue con encomiable fidelidad. La acción recorre casi todo el escenario de Puerto Luna; las paredes descascaradas entonan dramáticamente con la degradación psíquica que acarrea el sistema jerárquico llevado hasta el fin y la máquina, compleja, inquietante y sugerente, es toda una creación de Alejandro Curzio. La perorata del oficial se parece, dramáticamente, a los opresivos fundamentos de la justicia militar: una alusión a un pasado no menos horroroso que el de la colonia queda, nítidamente, en la atmósfera. La actuación es, también, muy adecuada, con el agudo contraste, que surge de la puesta en escena y de la interpretación, entre la ceguera del oficial y las cándidas interrogantes del explorador. *
EN LA COLONIA PENITENCIARIA, de Franz Kafka, con Walter Rey, Iván Solarich, Sergio Mautone y Fernando Gallego. Escenografía de Alejandro Curzio, vestuario de Hugo Millán y Estela Borreani, música de Renée Pietrafesa, iluminación de Claudia Sánchez, puesta en escena y dirección general de Nelly Goitiño. Estreno del 14 de febrero, teatro Puerto Luna.
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