Alfredo Zitarrosa, a veinte años
Llegué a la casa de Carlos Bouzas muy temprano. Ha pasado una década de aquella larguísima conversación, donde entre mate y mate el militante sindical, el exiliado, el senador y hoy presidente de Pluna rememora la figura impar del más grande juglar de estos pagos.
«A finales de los años 60 recuerda Bouzas, en pleno período pachequista, la CNT organizó varios espectáculos artísticos bajo la consigna Arte y Pueblo. El objetivo central del primer evento fue la solidaridad material con los destituidos de UTE, mientras que el de la Tribuna Olímpica lo fue con los profesores cesados en ocasión de la intervención a la Enseñanza Secundaria.
En esa época, yo era militante de AEBU y tenía responsabilidades en la Mesa Representativa de la Central. Un día, fui convocado por Félix Díaz (Suanp) para integrarme a un grupo de la Central cuyo objetivo era colmar la tribuna más importante del Estadio para presenciar un espectáculo en el cual debían actuar los mejores del Río de la Plata. Se me encomendó tratar con los cantores uruguayos. Con «El Sabalero» y con Viglietti no hubo problemas. Con los Olimareños fue un poco más complejo pues ese día actuaban en el Teatro El Galpón. Solicitaron un auto que debía transportarlos, puntualmente, durante el entreacto de su presentación. Fue complicado armar esa operación, pero finalmente se pudo.
Y Alfredo estaba en Chile brindando una serie de recitales con sus guitarristas. Félix Díaz insistía en lograr de cualquier manera que el «Flaco» participara. Hice un último intento con su familia, que se contactaba con él diariamente. Ese sábado, al mediodía, Alfredo y sus guitarras estaban en Montevideo. Me telefoneó y ajustamos, ante mi algarabía, el horario de su participación. Había una luna gigantesca en una maravillosa noche de verano. Alfredo cautivó a la multitud. El silencio ante cada interpretación contrastaba con el enfervorizado aplauso al final de cada canción. Esa noche fue el más ovacionado.
Salió rapidísimo del escenario. «Pará, ‘Flaco», tenemos cosas que arreglar», atiné a decirle, mientras subía al auto. «No Carlos, no hay nada de qué hablar, sólo quiero estar con mi familia estas horas y mañana al amanecer vuelvo a Chile, pues actúo en la noche».
En resumen, nunca aceptó el reintegro de los dólares que gastó en los pasajes.
De ahí en adelante conocí, por Alfredo, a muchos artistas compatriotas. Todos tienen sus bajones, sus rayes, sus dolores y alegrías. Pero Zitarrosa (lo nombra por el apellido) fue el más grande, y no sólo como artista.
Después de aquel gesto, la dirección de la CNT resolvió demostrarle a ese gran hombre su agradecimiento. Nos convidamos a un almuerzo en Las Toscas, donde el «Flaco» residía. Aceptó. Imaginate, los homenajes que la CNT podía hacer en aquellos tiempos.
Llevamos unos kilos de asado y algo de vino. Fuimos Eduardo Platero (Adeom), Julio Quinteros (Suanp) y yo, con mi esposa y mi hija. Fue llegar, desembarcar y encontrarnos con una cara huraña. «La vaca que trajeron y el cordero que tengo no compaginan. No anda», nos dijo. Y el cejo se fruncía cada vez más. Y aquel hombrazo del puerto, Quinteros, sentenció: «Conversen ustedes, yo me encargo», y fue a prender fuego. «Y que no, no, la vaca y el cordero no se llevan, no salen a punto», insistió.
Circularon whiskies y tintos, los temas, uno y excluyente: el pachecato y las Medidas Prontas de Seguridad. Y «¿qué hacer?», metía dos por tres. «Y si los tupas me traen a Pereira Reverbel, yo lo cuido, le doy de comer y lo vigilo, y conste (insistía y repetía) que desde el año 62 yo voto a la 1001 (y lo silabeaba), al Fidel».
Y se metía en mil vericuetos sobre la militancia de Eduardo, la mía, la de Julio. Le interesaba la experiencia sindical de nosotros. La conformación de la CNT. «Como un puño, los obreros unidos», repetía.
Julio Quinteros golpeó las manos y mandó a comer. El «Flaco» desconfiaba. Vaca y cordero no salen juntos. Se sirvió. Probamos, comimos y Alfredo pidió un aplauso para el asador: «Hay que saber, hay que saber, los trabajadores saben». Julio confesaría, años después, que nunca tuve un homenaje como aquel.
La sobremesa fue larga. Enchufó con Platero en temas intelectuales. (Eduardo recuerda: «Hablábamos de temas intrascendentes; de repente fruncía el ceño y se zarpaba con una interrogante letal. Y no era pose, era inquietud, pura y llana. Fueron horas de soportar un asedio al intelecto, feroz»).
Carlos Bouzas detiene la narración. La casete lo atestigua. Se rasca la cabeza y rememora la situación: Platero va al baño, yo descanso a la sombra de unos pinos. Se me aproxima Alfredo preguntando: «¿Y qué tal?»
«Qué paz», respondí, señalando los pinos que se elevaban desde mi posición acostada.
«No, compañero», me respondió, «los pinos son verticales, y la paz (lo dijo como canta ‘Doña Soledad’, contundente y tierno), la paz es horizontal».
La milonga del contrapunto
«Con Eduardo Platero, Doreen Ibarra y otros compañeros habíamos fundado, allá por 1966, al fracasar la mesa por la unidad de las izquierdas, el Movimiento Popular Unitario, y nos incorporamos a la 1001, al Fidel. Teníamos un local en la calle Canelones 1212 y un programa radial en CX42.
Después de la vaca y el cordero, con Zitarrosa nos manteníamos en comunicación. El Frente Amplio era una realidad en la vida política del país y se abrían comités permanentemente. En una de aquellas conversas telefónicas y eternas, Alfredo me comenta que en una casa vecina a la suya había resuelto inaugurar un local del FA. Me invitó a brindar el informe político. Acepté, y el día señalado más de 40 personas se encontraban en una residencia de veraneo transformada en centro político de la zona. Sobre la mesa que presidía, un enorme y vetusto grabador Geloso se erigía señorial. Fue una jornada larga y esperanzadora. El «Flaco» se sentía bien ante aquella realidad. Estaba haciendo.
En una conversación posterior me manifiesta su intención de incorporarse al MPU, pero no quiere participar de reuniones eternas. «Vos me trasladás el informe, como lo venimos haciendo habitualmente». Y no se firmaba nada para adherirse, bastaba esa manifestación para la incorporación de un compañero más.
A mediados del año 71 el FA largó una jornada de 700 comités funcionando simultáneamente, con actividades particulares en cada barrio. Zitarrosa ya se encontraba residiendo en Montevideo. Me llamó por teléfono para manifestarme su intención de participar en la actividad de algún comité, pues había preparado algo que quería compartir con los compañeros. Lo planteé en el que yo militaba, en el Buceo, y por supuesto fue aceptado con algarabía. Se propagandeó que participaría Zitarrosa, y a la hora prevista, más de 1.500 personas aguardaban la actividad.
Nunca el comité reunió tanta gente. Subió al escenario, con un guitarrero gordo y con cara de bobo, y nos deleitó con la «Milonga del contrapunto». La estrenó aquella noche. Había usado mi informe en el comité de Las Toscas como base.
Días después planteó que podíamos hacer algo con aquella milonga. «Un disquito, ¿no te parece?». A su cargo se fue a Buenos Aires, donde con sus guitarras, entre las que se encontraba H. Pérez, produjeron la matriz. Al regreso se planteó dónde imprimir los discos. Decidimos consultar a Eduardo Bleier, secretario del Partido Comunista, que de esas cosas sabía y mucho. «Vamos a hablar con Gioscia (Palacio de la Música y sello Orfeo)».
Allá fuimos con Alfredo y Bleier. «Imposible», fue la respuesta del empresario. «Zitarrosa tiene un contrato con nosotros y no puede hacer un disco (aunque sea simple y re politizado) para una campaña financiera».
Alfredo se paró y tomó del escritorio de Gioscia el contrato. Todos lo mirábamos. Lentamente comenzó a destruirlo, trozo a trozo, sentenciando: «Está bien, si esas son las leyes, nunca mas cantaré». Bleier, que había permanecido en silencio, le d
ijo: «Mirá Gioscia, hay más de medio millón de frenteamplistas en nuestro país. La mayoría compra los discos de tu sello, pero si te mantenés en esa tesitura, mañana aparece en la tapa de ‘El Popular’ esta conversación y nuestro llamado a boicotear tus productos». El anuncio de Bleier solucionó todo. El empresario puso una sola condición: diariamente nos entregarían 650 discos y al contado. Vendimos 15.000 en dos o tres semanas.
Tiempo después faltaba poco para las elecciones del 71 me llamó el ‘Tola’ Invernizzi de Piriápolis, invitándome a hablar en un acto de la 1001. Acepté. Quién le podía decir que no a aquel Quijote… El «Flaco» Zitarrosa se ofreció para llevarme en su auto, un Jaguar que le comió literalmente varios long plays. Un día antes de la actividad, ‘Tola’ se interesó en cómo sería el traslado hasta el balneario. «Ningún problema, me lleva Alfredo».
Ese viernes a la media tarde, cuando llegamos a Piriápolis encontramos cientos de murales y pintadas, anunciando «Hoy canta Zitarrosa en el cine Miramar». Hubo gente hasta en la rambla, cortando el tránsito. El ‘Tola’ era capaz de aquello y de mucho más. Y Alfredo no tenía fuerzas para negarse ante la travesura del amigo. Se le consiguió una guitarra y el acto de la 1001 fue el más grande realizado por una fuerza política en Piriápolis.
Exilio. Buenos Aires. Stefanie
«En febrero de 1976, ante el recrudecimiento de la represión dictatorial, debí cruzar hasta la Argentina.
La familia de Alfredo me solicitó que entablara rápidamente relación con el ‘Flaco’, pues su estado de ánimo no era el mejor. Lo encontré encerrado en una diminuta pieza de hotel, a oscuras, con un aroma a tabaco que desmayaba. Charlamos largo rato, apronté un mate y acordamos intentar trabajar juntos. Su relación con el representante artístico no andaba nada bien.
Por intermedio de contactos políticos se trabó relación con gente del teatro IFT, que pertenecía a la colectividad judía progresista, muy cercana al Partido Comunista Argentino. En la sala ‘Pablo Neruda’ realizó entre abril y junio 9 recitales a lleno total, a pesar de que la situación política argentina era cada día más jodida. Económicamente le significó un salto adelante a Alfredo, pero lo más importante fue el reencuentro de cientos de uruguayos que desafiando riesgos ansiaban estar con sus hermanos. Fue gratificante ser parte de aquella aventura. El nucleador fue Zitarrosa.
Económica y anímicamente se repuso. Un familiar le cedió un apartamento en la calle Thames, donde el ‘Flaco’ recibió a su hermana, a su cuñado y a su madre. Y andaban siempre en la vuelta el Quique Estrázulas y Juceca.
Un día le planteo que mi situación documental era muy embromada. Se venció la visa de turista y no tenía forma de renovarla.
Me tranquilizó, diciéndome que había llegado Jorge Antonio a Buenos Aires («el financista de Perón, el dueño de todo»), y él se encargaría de los trámites necesarios. Dos noches después me trasladó la invitación a cenar en la casa del hijo de Jorge Antonio. Allá fuimos, pleno Barrio Norte, una zona exclusiva. Durante el trayecto, Alfredo me fue poniendo al tanto de su amistad con Jorge Antonio: «Le gusta lo que hago, tiene todos mis discos, ha ido a algún espectáculo mío y siempre llama cuando anda por estas latitudes». Nos presentó en medio de un living que parecía una cancha de fútbol. Jorge Antonio era petizo, fornido y de tez cetrina. «Ya estoy al tanto de su problema, Alfredo me lo contó. Aquí le dejo mi tarjeta, con la dirección de mi despacho. Lo espero dentro de dos días y le prometo que su situación, desde ya, está solucionada». Cuando 48 horas después subí al subte para ir a la cita, pletórico de entusiasmo, el pasajero sentado frente a mí desplegó un diario («Clarín»), cuyo titular principal en tamaño catástrofe anunciaba: «LA JUNTA MILITAR DISPUSO LA EXPULSION DEL PAIS DEL FINANCISTA JORGE ANTONIO».
Poco tiempo después, se presentó la oportunidad de un contrato para Alfredo y tres guitarristas para actuar en San Pablo. Alfredo insistió en que peleara un pasaje más, para mí, como su representante, y de esa forma salir de Argentina, regresar y tener nuevamente la visa de turista. No fue posible. Sólo 4 pasajes, estadía en buen hotel, y sobre todo, pago por adelantado al llegar a Brasil. Era muy buen dinero, por 4 actuaciones. Y la comisión me permitiría mejorar en algo mi triste economía.
El ‘Flaco’ regresó contento. Ese lunes conversamos largo y tendido en su departamento. Resumía la situación brasilera, en contraste con la uruguaya y argentina, como mucho más abierta y menos represiva. Se pueden hacer cosas, artísticas y algunas políticas.
Ya terminando la conversación, me interesé por el dinero, por mi comisión.
«Ah, Carlitos, no traje un peso, y tampoco un dólar».
«Pero, ‘Flaco’, ¿no te pagaron por adelantado?», le pregunté.
«Sí, sí», contestó medio titubeante. Dejó el mate, se sirvió un whisky y arrancó: «El sábado, antes de la segunda actuación de aquella noche, me sentí muy pero muy bajoneado. En el bar del hotel pedí una copa, luego otra, y súbitamente surge frente a mí una mujer de excepcional belleza. La convido a un trago, conversamos, subimos a mi habitación. Y me enamoré perdidamente. Le propuse viajar a Buenos Aires. Convivir. Casarnos. Me golpeaban la puerta de la habitación para hacer mi segunda entrada. Ya nada me importaba. Había descubierto nuevamente el amor. Y me demolió, Carlitos, me demolió. Me dijo que no iría a ningún lado, que lo hacía por dinero.
Me incorporé. Apreté los billetes, los tuyos y los míos, se los arrojé por la cabeza, hasta con odio. Ella los juntó, uno a uno, saludó con su maravillosa testa, y en silencio salió de la habitación. Pero Carlitos, tené paciencia, ya reaparecerán tus dólares. Tengo en la cabeza una canción que va a andar muy bien, estoy seguro, y se llamará ‘Stefanie'».
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