La Iglesia del NO y la Iglesia del SÍ
El teólogo Antonio Moser suele repetir que existe la Iglesia del No y la Iglesia del Sí. Yo fui catequizado por la Iglesia del No. El pecado tenía nombre: sexo. Era pecado masturbarse, apreciar el cuerpo de una mujer, tener “malos pensamientos”.
“Dios me ve”, decía la estampita colocada en la tapa de cada escritorio del colegio marista. Incluso en los servicios sanitarios. Un dios juez, fiscal, inspector, a cuyos ojos panópticos nada se les escapaba.
Sentado en el cielo, atusándose con la mano izquierda la larga barba blanca, con la derecha Dios anotaba cada uno de mis pecados en el gran libro de la contabilidad de los mortales, cuyas transgresiones eran castigadas con las llamas eternas del infierno.
La Iglesia del No mostraba los diez mandamientos igual que el rótulo del veneno describe los peligros letales de su contenido. Y además de los mandamientos divinos estaban los de la Iglesia: faltar a la misa era pecado. Para los pecados mortales las profundidades del infierno; para los veniales estar siglos en el Purgatorio, donde los más abrasadores veranos se alternaban con frigidísimos inviernos. Había que purgar los pecados cometidos de este lado de la vida para un día merecer el derecho de ser llevado al cielo.
En esta vida de constantes tropiezos por el tortuoso camino de las virtudes mi pobre alma podría ser salvada gracias a la confesión auricular, verdadera terapia sacramental. Arrodillado a los pies del confesor yo se lo contaba todo, aunque los escrúpulos fueran confundidos con pecados. En nombre de Dios el confesor preguntaba: “¿Cuántas veces?” La culpa del penitente en diálogo con la lujuria auricular del confesor. Se recibía la absolución, se rezaban algunas oraciones de penitencia y salía uno en paz.
Pero con una deuda. Para saldarla había que hacer los nueve primeros viernes de mes o ir personalmente a Roma en un Año Santo, en que el papa concedía indulgencia plenaria. Aquí en la Tierra el papa tenía el poder de borrar lo escrito en el libro de la contabilidad divina.
Felizmente la Acción Católica, la Teología de la Liberación, el Concilio Vaticano 2° y los papas Juan 23 y ahora Francisco me abrieron las puertas de la Iglesia del Sí. La Iglesia de la tolerancia y la misericordia de Jesús. De las sorpresas innovadoras del Espíritu Santo. Del Dios Padre y Madre que, como el padre del hijo pródigo, acoge al hijo pecador con ternura y haciendo fiesta.
Iglesia que juzga como pecado, no el impulso sexual de la adolescencia, sino la opresión social, la discriminación racial u homofóbica, la apropiación indebida de las riquezas.
Iglesia que prefiere las Bienaventuranzas, que señalan los caminos para la felicidad, más que los diez mandamientos. Iglesia samaritana, que deja su postura de confort para hacerse solidaria de los excluidos. Que lava los pies a los pobres. Que cuida a los enfermos. Que ama a los enemigos.
Iglesia que sobrepasa los catálogos de leyes y de doctrinas congeladas para profesar y practicar el amor, la alegría, la compasión. Iglesia que ora, medita y se convierte en fermento en la masa. Y dice Sí a todos los valores y virtudes humanas, traigan ellos o no el marchamo de la fe cristiana.
Iglesia que encarna a Jesús al dar pan a quien tiene hambre y libertad a quien se encuentra prisionero.
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