La vida me regaló vivir la magia de lo sublime
Hoy se cumple 36 años de esta abyecta expulsión. También 36 de mi recuperada libertad, luego de 6 años de prisión. Fue un 3 de junio.
Hace no tanto testimonié en el diario La República cómo lo viví el día que se produjo.
Hoy lo transcribo.
— Lo llaman al locutorio.
La voz grave, ronca y pausada entró por la mirilla semiabierta de la pesada puerta, informándome.
Era el «Oso» Seijas, sargento del Ejército años atrás, devenido en carcelero de la planchada de presos políticos llamada Tercera Especial.
La tranca cedió con un fuerte golpe metálico y la puerta quedó abierta.
Salí.
— Baja!, anunció el primer control.
Comencé a descender los dos pisos por las escaleras que durante casi seis años me habían visto ir y venir.
No era una visita familiar. El carcelero señaló a la izquierda y ese era el lugar de encuentro con los abogados.
Allí estaba Eusebio Rodriguez Gigena, buen amigo y mejor defensor que hacía lo poco que se podía.
Me sorprendí. No lo esperaba.
Por regla general la aparición del abogado no era para anunciar buenas noticias.
Eusebio desplegó su sonrisa honda y afable.
A través de la tela de alambre nos tocamos las yemas de los dedos, único saludo posible.
— Te otorgaron la libertad, me dijo como si fuera la noticia más bella del mundo.
La sentí llegar de a poco, lentamente.
— De cualquier manera, siguió, se corren riesgos, vos sabés. Pueden «flautearte» al Penal de Libertad, pueden echarte del país, pueden intentar hacerte desaparecer como el Fusna quiso hacerlo con Vilaró.
Como buen preso que era, lo primero que hice fue ponerme en guardia, y lo segundo, no dejarme distraer por la noticia.
Mi madre y la señora Brickman de la Embajada de Holanda en Uruguay ya habían sido enteradas.
El papel político y de protección que cumplieron fue invalorable.
A ellas se debió que no me trasladaran al siniestro Penal de Libertad ni que me desaparecieran.
Aparicio Mendez, ese mico, en cambio, me retiró la ciudadanía y me expulsó del país.
Volví a la celda.
En medio de una mateada memorable, mis compañeros chanceaban mientras empecé a percibir la energía de una libertad tal vez inminente.
Era abril.
El otoño se olía al bajar al patio y me puse a imaginar la danza de colores de una naturaleza prodigiosa dentro de bien poco al alcance de la mano.
Tomé la pelota de basket repleta de hormigón con la que hacíamos gimnasia, y me dediqué a fortalecer bicep, abdominales, dorsales y piernas.
Tenía que salir entero.
Renovamos la promesa: si me expulsaban, la tarea central era testimoniar.
Recordar todo. No olvidar nada.
Cada detalle era importante.
Los días pasaron lentos.
Por momentos tensos.
Fui entregando, compañero a compañero, todas mis pertenencias.
Me iría con lo puesto.
Esta era nuestra regla de oro -nuestra ética- de presos políticos.
En el 23, callejón al que nos bajaban del celdario dos veces por día un tiempo corto, se sucedían los abrazos discretos, los comentarios, las anécdotas, las recomendaciones, las fantasías y especialmente el «no te olvides de nosotros».
El flaco Anido y yo -que juntos habíamos caído y juntos nos iríamos- sentimos durante todo mayo el blindaje protector y solidario de los presos, esos buenos tipos con los que habíamos vivido tantos años.
— Celda 282, con todo!
La orden llegó nítida, imperativa.
Apenas tuve unos minutos para despedirme.
Abrazos y miradas compañeras, llenas de todos los mensajes del mundo.
Empecé a caminar por la planchada.
Con la cabecita afuera, asomados por las minúsculas ventanillas, los compañeros saludaban y auguraban.
Anido me alcanzó y empezamos a bajar las escaleras.
No hablábamos.
Había algo de ritual y escenográfico en ese desandar del tiempo.
Al llegar a la planta baja el fétido olor de la carcel a carne podrida, a huesos hirviéndose, a «rancho» cocinándose repleto de grasa, a ropa húmeda secándose, a ratas y chinches desplazándose a sus anchas, nos impregnó por última vez.
Avanzamos hasta el portón interno.
Un guardia nos cacheó en un minúsculo cuarto, indagó sobre lo que llevábamos en el pequeño bolso.
Contestamos con veteranía y lejanía, esas que habíamos adquirido con el correr de los años.
Nos sacaron las esposas.
El inmenso portón de hierro chirrió mientras se abría.
Gritaron nuestros apellidos.
El edificio de principios de siglos donde se asentaba la administración de la carcel, se presentó imponente.
Subimos las escaleras.
Nos condujeron a una oficina para que una funcionaria nos entregara cinco pesos a cada uno, para costear el precio del boleto.
Firmamos el recibo.
Ella extendió su mano en un intento de despedida.
Al darle la espalda, descendimos los escalones de piedra, los últimos que nos separaban de la calle.
Avanzamos.
Una vieja reja de grueso hierro forjado nos permitió el paso.
En ese momento sentí un impacto visual extraordinario: podía mirar a lo lejos y todo me parecía inalcanzable.
A kilómetros de distancia emergía la calle Ellauri y una vez que la vista la cruzaba, los árboles eran gigantes alados repletos de armonía y juegos de formas.
Quedé bloqueado.
Eso era la libertad.
El viejo pájaro que todos llevamos en los genes se aprontaba a volar.
Por un instante divisé detalles.
Sobre la acera de Ellauri dos tiras nos esperaban en una chanchita azul.
No nos importó.
Aquel 3 de junio de 1979 -hace 36 años- la vida me regaló vivir la magia de lo sublime.
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