Carlos Páez Vilaró, el hasta siempre a un gran artista
Sabíamos que un día iba a dejarnos, pero podría demorarse bastante, más allá de su edad, porque Carlos tenía sus achaques pero al mismo tiempo exhalaba el don de la longevidad, notorio en su laboriosidad incansable, por ejemplo. Podía haber un Páez viejito para rato. Pero agarró hoy de mañana y se fue, como diría Juceca.
De cierta manera esa partida suya, así de llana y repentina, no cambia mucho las cosas en el mundo que Páez Vilaró, su vida y su obra, habitaban. Porque mañana estará como ayer, dando y recibiendo amor y belleza a brazos llenos, desde esa omnipresencia entrañable que encumbró al hombre por encima del artista.
“Lo más jodido son los abrazos”, me repetía una y otra vez hasta que logré entenderlo: propinaba y recibía cientos de ellos cada día, miles a veces, convirtiendo esa básica señal de afecto en una dura exigencia física, a sus años. Nunca negó un abrazo, ni una foto consigo, ni una firma, ni una sonrisa.
Pudo haberse recluído en una cúpula elevada desde la que dosificar gestos y palabras, pero no lo hizo, optó por quedarse a ras de uno, ir a la feria, cultivar amigos, golpear tamboriles.
Pudo radicarse a sus anchas en Nueva York, París o la Polinesia si hubiera querido. Pero se quedó acá, es decir, al alcance de nuestras corrosivas envidias, que se cebaron en él hasta que agotaron uno a uno todos sus pretextos. Que era un pituco hedonista dirían de él, que su obra no era verdadero arte, que Casapueblo era símil mediterránea. Lograron, sin embargo, mantener a Carlos Páez apartado del Olimpo nacional donde el arte docto, oficial y acreditado acoge a la nómina de plásticos que nutren a los museos, a las pinacotecas ministeriales y a los críticos consagrados.
Carlos Páez Vilaró fue, es, querido y admirado por todos, menos por esos cuatro gatos guardianes a la entrada del templo.
“Vilaró”, como le llaman los brasileros, hizo de su vida lo que quiso, la construyó a su voluntad palmo a palmo, con la infinita libertad de las golondrinas que se adueñan del cielo entre Vilaró y el sol frente a su pirámide, esa extraordinaria catedral blanca orgullo del Uruguay para el mundo entero.
Carlos Páez Vilaró fue, es, uno de nosotros mismos. De los mejores. Su genial obra pictórica, reconocible y característica donde quiera que asome, seguirá colmando nuestros ojos, los de nuestros hijos y nietos, con la alegría multicolor de sus peces y cangrejos, sus negros tamborileros, sus onduladas mujeres, sus soles y sus lunas.
Hasta siempre, maestro. Amigo.
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