Arrecife de Coral

Somos los otros: desmontando la imagen social de la pobreza

"A los ricos les dan pena los pobres, pero también sienten miedo, desprecio, y asco"

Recuerdo que hace muchos años estaba dando clases de inglés a una niña muy rica que me preguntó que por qué era pobre. Yo me reí y le dije:

-No soy pobre. Tengo trabajo, te doy clases a ti y a otros niños y niñas.

– ¿Y por qué tienes que trabajar?.  ¿No puede darte dinero tu papá?. Por ejemplo, ¿por qué tienes que llevar ese coche tan pequeño y viejo? Eso es ser pobre. Y tu ropa, el bolso ese. Se ve que no tienes mucho dinero. Eso es porque tus papás tampoco tienen dinero. Entonces tú tampoco lo tendrás.

A  la niña le daba pena mi condición y mi condena, aunque yo siempre me he sentido muy afortunada con respecto a las millones de mujeres que trabajan en fábricas por un sueldo mísero, como en Nicaragua, o las que tienen que recorrer unos cuantos kilómetros para conseguir agua, en África, o las que no pueden trabajar ni salir de la casa, como en Afganistán.

-Yo le pediré a Dios por ti. Para que encuentres un trabajo mejor y después un marido bueno que te quite de trabajar y asi ya no eres pobre, como yo que no soy pobre porque mi papá es rico.

Yo me reí mucho, pero me entraron ganas de llorar con el consejo recibido: “La pobreza se arregla rezando y encontrando un marido rico”. O sea, salvaté tú, y que los demás sigan buscándose la vida como puedan. Y es que para los ricos los pobres son los “otros”, una masa homogénea de gente cuya principal característica es haber nacido en un lugar pobre. Ser pobre es tener  mala suerte en la vida, cosas del destino.

Existen pobres del mismo modo que existen ricos, “de todo hay en la Viña del Señor”.  Lo mismo que unos son blancos, otros son negras; unos son hombres y otras mujeres, unos son musulmanes y otros católicos, unos son ricos y otros son pobres. Dividimos el mundo en dos grupos, y con esta bipolaridad nos las arreglamos para comprender el mundo.

Las frases tipo: “la vida es así”, “así son las cosas”, “así lo quiso Dios”, sirven para justificar este orden “natural” de las cosas. La pobreza representa la otra cara de la moneda de la riqueza. Es la parte oscura que se pretende invisibilizar, por eso se saca por la fuerza a los mendigos de la ciudad cuando hay una boda real. Porque no dan buena imagen: son la prueba  de que vivimos en un mundo muy cruel y desigual.

La pobreza crea, en los demás, sentimientos de culpabilidad y mala conciencia. A los ricos les dan pena los pobres, pero también sienten miedo, desprecio, y asco. Sienten que los pobres son otra raza aparte, aunque muy numerosa. En las películas,  los pobres son felices con lo poco que tienen y les gusta más cantar y bailar que trabajar. En la realidad, los pobres pasan penalidades, tienen rostro y cuerpo de mujer, son más generosos que los ricos, roban menos que los ricos, comienzan a trabajar en la infancia y son los que trabajan en las condiciones más duras.

Los y las pobres sufren las guerras, los desastres naturales, las crisis económicas, la contaminación de su agua y alimentos por megaminerías, la trata de órganos, la trata de esclavas sexuales, emigran a otros países en busca de un salario digno, se mueren porque no tienen dinero para curarse, protestan y son reprimidos,  se reproducen, y mueren. Y así seguirá siendo mientras haya ricos.

La pobreza está mal vista porque está asociada a la ignorancia, como si las personas ricas llevaran la educación y la cultura insertos en el ADN.  El estereotipo que discrimina es la imagen social de los pobres como gente perezosa, vaga, poco eficaz, que les gusta vivir entre basura, que son sucios y brutos, tienen poco afán de superación, son lentos, no se estresan.

En el imaginario colectivo está inserta la idea de que muchos son pobres porque quieren, porque no les gusta trabajar, porque no paran de tener hijos, porque les gusta mucho divertirse, celebrar, dormir, dejar pasar el tiempo. Algunos son tan sumisos que parecen tontos, y otros se rebelan porque no aceptan la pobreza como destino: o son drogadictos y  alcohólicos, o son artistas, o son revolucionarios.

Los ricos y la clase media no conocen a los pobres ni se acercan demasiado a sus mundos. Cuando viajan a resorts del caribe se cuidan de entrar en contacto con la población local, y prefieren aislarse para no ver la miseria, para no sentirse culpables por el hambre ajeno. Enrejan sus casas, cierran el seguro del coche en barrios humildes, van a misa, practican la caridad, y no quieren ni oír hablar de cambios en la organización política, social o económica.

No recuerdan ya que Jesús fue un gran defensor de los pobres, que exigió justicia social y pidió a los poderosos que repartieran su riqueza con las masas. Hoy sabemos que dar unas monedas  a los necesitados sirve para que unos coman ese día y otros limpien su conciencia, pero no para eliminar la pobreza.

En televisión no sale la gente pobre (mi amigo Moha se creía que en España todo el mundo tenía casa, coche y trabajo porque su referencia era RTVE Internacional), y la pobreza en televisión es cosa de documentales, o de ponerse a concursar en algún programa de televisión. Aunque no se nos vea, la masa “pobre” se manifiesta y se rebela en todo el planeta a diario. Piden acceso al agua, piden salarios dignos, piden educación y sanidad, luchan por sus derechos. Pero los ricos no escuchan y mandan a la policía a apalearnos.

Los estereotipos en torno a la pobreza son terribles, porque estigmatizan a la gente, la encajonan en modelos opresivos de los que es muy difícil salir. Recuerdo un día que había ido a una entrevista de trabajo, la empleadora se empeñó en acompañarme al metro, y nos encontramos con mi amigo querido, con el que había quedado para comer. Daniel no era pobre, pero venía descalzo por la calle, feliz, tapado tan solo por un bañador de piscina. Nunca me dieron el trabajo, pero yo siempre digo que los mayores delincuentes del planeta usan traje y corbata.

Mi amigo iba desarmado, desnudo, por lo tanto estaba indefenso, transparente a la mirada de los demás. Los que se reúnen para planear guerras, para robar dinero público, para fabricar armas y conflictos, son los hombres elegantes. Ellos son los que firman desahucios, los que bombardean ciudades, los que deciden los salarios y las condiciones laborales de la población. Y se les trata con el máximo respeto y admiración solo porque ocupan grandes cargos, aunque sean culpables de que las familias se queden sin techo porque no pueden pagar los intereses del banco.

La imagen de la pobreza como fenómeno inevitable propicia que todo siga como está: unos arriba y otros abajo. La idea de que la gente es pobre porque es tonta, incapaz, o retrasada condena a la gran mayoría del planeta a pasar penurias de por vida. Los medios s se niegan a analizar las causas reales: la exacerbada acumulación de la riqueza por unos pocos. Se niegan otras posibilidades políticas y económicas, otros mundos posibles en los que no exista esta tremenda desigualdad, este despilfarro de recursos, este desarrollo insostenible. Se invisibilizan las luchas por el cambio, se compra a los líderes para diluir las protestas, se  manda a la policía para callarnos.

Pero somos el 99%. Algunos adaptados al sistema, y otros (muchos  millones)  condenados a la discriminación más atroz. No nos reconocemos como iguales porque nos separan etiquetas de género, de etnia, religión, género, orientación sexual, idiomas, status socioeconómico, y porque siempre se nos educa en el miedo al otro, al diferente, al que no se adapta al sistema. Miedo al que viene a nuestro país de una remota región del mundo. Por eso hay que luchar por reconocer la diversidad y la unidad de todos/as; somos diferentes pero tenemos en común que sufrimos el abuso del poder, la explotación de nuestro tiempo de vida y nuestras energías, los vaivenes de las crisis económicas.

Por eso reivindico la diversidad de la imagen social de la gente que compone esa masa empobrecida del planeta. Yo admiro a toda la gente queer,  la gente rara, los marginados/as del planeta. Para mí la mayor dignidad reside en la capacidad de disfrutar de la vida, la capacidad de resistencia y  la capacidad de soñar otra vida mejor. Todos los otros somos nosotros y nosotras:  las y los refugiados y desplazados por las guerras, los muertos de hambre, los leprosos de las calles, las prostitutas, las esclavas de las fábricas de textil, los pueblos indígenas, la etnia gitana, las y los transexuales, bisexuales, homosexuales, jubilados,  jefas de hogar, enfermos que no pueden trabajar, huérfanos, desempleados, vendedores ambulantes, artistas de la calle, mineros, maquilas, mutilados de las guerras, enfermos mentales,  retardados,  feos, gordos, poetas, mendigos, niños esclavos, inmigrantes, presidiarios, apátridas.

Coral Herrera Gómez
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