De Wilson a Videla: usted y yo sabemos donde están los asesinos
El asesinato de Zelmar Michelini y Héctor Gutierrez Ruiz conmovió a todos los que luchaban por la democracia en Uruguay dentro y fuera de fronteras.
Fueron múltiples los testimonios de indignación y los reclamos de respuesta y justicia.
Uno de los que tuvo más repercusión internacional fue la carta que Wilson Ferrerira Aldunate envió al dictador argentino Jorge Videla, acusando a al represión por el crimen y exigiendo respuestas.
25 años después la carta de Wilson Ferreira mantiene toda su vigencia, ya que Videla que habló de muchas cosas en Argentina, nunca respondió a las acusaciones.
La carta
A continuación LA REPUBLICA reproduce los segmentos prinicpales de la extensa misiva de Wilson Ferreira a Videla.
«Buenos Aires, 24 de mayo de 1976
Excelentísimo Señor Presidente, Teniente General D. Jorge Rafael Videla
Dentro de pocas horas, buscaré el amparo de la Embajada de un país democrático, cuyo gobierno respeta las normas que rigen la conducta de las naciones civilizadas. Antes de hacerlo, tengo el deber de escribirle estas líneas. No sé si llegará a leerlas, pero creo que le haría bien hacerlo.
Hace casi tres años, a consecuencia de los acontecimientos políticos ocurridos en el Uruguay, Héctor Gutiérrez Ruiz, Zelmar Michelini y yo confiamos, como multitud de otros compatriotas, nuestra seguridad y la de nuestras familias a la protección de la bandera argentina. Poco o nada nos importó entonces ni después cuál fuera el gobierno o el régimen político que imperara en este país, pues en quien depositamos nuestra confianza fue en la propia nación. Así había sido siempre. Cuando nosotros –hablo también en nombre de mis compatriotas asesinados– integramos el gobierno uruguayo, acogimos en nuestra tierra a los perseguidos que llegaban a ella, procedentes de todos los sectores políticos y sociales, sin preguntar siquiera a cuáles pertenecían: eran argentinos, y eso bastaba. Cristianos y marxistas, civiles y soldados; radicales en 1930; antiperonistas en la década del 50; peronistas desde 1955; antiperonistas luego, fueron recibidos y protegidos con fraterna solidaridad. Procedimos así, no sólo obedeciendo los dictados de nuestro honor, sino también porque, de haber querido hacer lo contrario, nos lo hubiera impedido el país entero, aferrado a una nunca desmentida tradición nacional.
Con la misma hidalguía fueron recibidos aquí aquellos uruguayos obligados a alejarse de su propia patria por las tormentas políticas, siempre, a lo largo de toda nuestra vida independiente.
Héctor Gutiérrez Ruiz es –porque eso no puede quitárselo nadie– el Presidente de la Cámara de Representantes del Uruguay. Representa en ella al Partido Nacional, a pesar de un comunicado expedido desde Montevideo por quienes se ceban, como algunos animales inmundos, en los propios cadáveres. La condición de integrante del Partido Nacional, de blanco, como decimos los Orientales, la damos y quitamos los blancos mismos, y no está al alcance de los enemigos de su patria y de su partido. Tenía 43 años y presidía una maravillosa familia cristiana que integraba con su mujer y sus cinco hijos. Todos vivían, desde 1973, en Buenos Aires.
Zelmar Michelini es padre de diez hijos, y también desde 1973 trabajaba de sol a sol aquí en Buenos Aires para mantener a su mujer y sus hijos pequeños, y para ayudar a los un poco más grandes, que todos son muy jóvenes. Diputado, ministro, senador, siempre militó en filas políticas distintas que las de Gutiérrez y mías. Pero todos sentimos siempre por él un inmenso respeto, que se volvió, hace ya bastantes años, amistad entrañable.
Toda mi vida política se desarrolló, señor Presidente, cerca de estos hombres: uno al lado y el otro enfrente. Pero en lo que nunca discrepamos fue en la necesidad de combatir toda forma de violencia injusta, cualquiera fuera su origen, y de afirmar la libertad y la dignidad de toda criatura humana.
No quiero repetirle, señor Presidente, las trágicas circunstancias en que fueron asesinados los dos compatriotas a que me refiero: Su Excelencia debe conocerlas perfectamente, porque han sido publicadas en algunos pocos órganos de prensa, denunciadas ante usted por las dos viudas cuando, ahora lo sabemos, sus maridos aún vivían, y porque la propia Secretaría de Información Pública de la Presidencia de la Nación emitió un comunicado señalando la preocupación de esta última ante lo que eufemísticamente se señala como «desaparición de periodistas», y haciendo pública la decisión de que se investiguen exhaustivamente los hechos. Por otra parte, una vez aparecidos los cadáveres, por la misma vía, se reiteraron idéntica preocupación y la misma voluntad investigatoria.
Estos son los hechos que el señor Presidente tiene el derecho y la obligación de saber:
La captura de Héctor Gutiérrez Ruiz, fue efectuada en las primeras horas del 18 de mayo, en su domicilio por un nutrido grupo de individuos provistos de armas de guerra, que actuaron en forma pública, pausada y disciplinada. Llegaron en varios automóviles Falcon blancos, idénticos a los que usa la Policía Federal, y desde ellos se comunicaban, por radio y a alto volumen, con un comando central desde donde se impartían instrucciones. Por otra parte, los secuestradores informaban a gritos, desde el cuarto piso del edificio, a quienes habían permanecido en la calle, el progreso del «operativo».
Los asaltantes permanecieron durante una hora entera en el domicilio de Gutiérrez Ruiz, pues luego de maniatarlo y dominar bajo la amenaza de las armas a su mujer y las cinco pequeñas criaturas, se dedicaron a una metódica y parsimoniosa operación de saqueo. No dedicaron la más mínima atención a libros, cartas, documentos, llevándose solamente todos los objetos de valor, dinero y –quizás tengan hijos ellos también– las revistas infantiles de los más pequeños.
El Sr. Ministro de Defensa Nacional manifestó a dos corresponsales extranjeros por separado, la noche del 20 (menos de 48 horas después de los hechos), que se trataba de una «operación uruguaya»; creo necesario señalar que en esa etapa de su ejecución material no intervinieron agentes de esa nacionalidad. Así lo aseguran categóricamente la señora de Gutiérrez Ruiz, los dos hijos del Senador Michelini que presenciaron los hechos y el personal del Hotel Liberty, quienes coinciden en ello invocando la ausencia de modismos y hábitos de lenguaje que nos son tan característicos, y la ignorancia de ciertos datos históricos (quién era Aparicio Saravia, por ejemplo) inconcebibles en cualquier compatriota. En consecuencia, tengo la seguridad de que el Sr. Ministro de Defensa, al hacer tales manifestaciones, debe de haber querido indicar: «planeada u ordenada desde el Uruguay».
Durante toda la operación, no se hizo presente ningún policía procedente de la Seccional próxima, a pesar de la natural alarma que los hechos suscitaron en el vecindario y entre quienes acertaron a pasar por el lugar. Tampoco acudió nadie desde las nutridas custodias armadas permanentes instaladas ante las Embajadas de Brasil, Francia, Rumania e Israel, a pesar de que la más lejana se encuentra a menos de ciento cincuenta metros, y algunas en la proximidad inmediata. Los asaltantes no entraron al edificio por la puerta más discreta señalada con el número 1011, sino por la gran puerta de la esquina con el Pasaje Saever, exactamente frente a la entrada de un edificio donde habitan el Agregado Militar del Brasil y el Dr. Marcelo Sánchez Sorondo, y que cuenta con guardia armada permanente. Dicha guardia intervino, pero se retiró cuando los asaltantes exhibieron credenciales que l
os individualizaban como integrantes de la policía y las fuerzas armadas, actuando, según manifestaron, en «operativos conjuntos». Héctor Gutiérrez Ruiz fue sacado de su casa a medio vestir, maniatado y con una funda sobre la cabeza, a los empellones. Quienes lo conducían no demostraron ninguna nerviosidad y actuaron sin apresuramientos, utilizando nuevamente la puerta principal, más iluminada y visible, por la que habían entrado, a pesar de que directamente ante sí, al salir del ascensor, se encontraba la otra más cercana y discreta que volvieron a desdeñar. Y se alejaron, con su víctima y su magro botín, sin que hubiera hecho acto de presencia ningún representante de las que se ha dado en llamar «fuerzas del orden».
La aprehensión del senador Michelini se efectuó dos horas después de finalizado el episodio que he referido. Intervinieron en ella, presumiblemente, los mismos individuos u otros que obedecían a los mismos mandos, pues habían manifestado a la señora de Gutiérrez Ruiz que debía abstenerse de avisar a «Michelini y los otros uruguayos», pues de lo contrario ejecutarían a su marido. De cualquier modo, y para asegurarse, destruyeron el teléfono, pero no consideraron necesario apresurarse, ante el temor de ser perseguidos o de que la señora de Gutiérrez Ruiz hubiera encontrado un medio para dar el alerta. Los asaltantes no tenían pues temor de fuerzas militares o policiales que pudieran estar esperándolos en el Hotel Liberty, como bien hubiera podido suceder.
El Hotel Liberty, donde fue secuestrado el Senador Michelini, se encuentra situado en la calle Corrientes casi esquina Florida, y esta esquina es el Times Square o el Piccadilly Circus de Buenos Aires. En la acera de enfrente, y en la otra esquina de Corrientes con Maipú, se encuentra la dependencia quizás mejor custodiada de la ciudad: la sede de Entel, empresa telefónica estatal que mantiene, en ese edificio, el más importante nudo de comunicaciones internas y externas de la República Argentina. No puede penetrarse en él sin exhibir la documentación personal y ser cacheado por los centinelas militares provistos de ametralladoras. En la misma manzana, sobre la calle Sarmiento, se encuentra la Embajada de los Estados Unidos, provista día y noche de una excepcional custodia, y ante cuyo frente estacionan permanentemente por lo menos dos vehículos con efectivos fuertemente armados. A pesar de todo ello, también aquí los secuestradores actuaron con increíble ostentación, públicamente, evidenciando total seguridad y por consiguiente, no mostrando prisa ni propósito de ocultarse. Estacionaron sus tres vehículos en violación de las normas vigentes, ocuparon militarmente el frente y el iluminado hall del hotel, intimidaron a la totalidad del personal, obtuvieron las llaves, se hicieron conducir a la habitación del senador Michelini donde, tras inmovilizar a los dos hijos que lo acompañaban, lo obligaron a levantarse y vestirse y luego procedieron a vendarle los ojos. Pero no descendieron inmediatamente a la planta baja; por el contrario, iniciaron aquí también una sistemática operación de saqueo, haciendo fardos con las sábanas, en los que introdujeron cuanto objeto pudieron encontrar. Permitieron que el Senador Michelini se dirigiera al baño, y lo autorizaron a llevar consigo los medicamentos que tomaba habitualmente. Finalmente, antes de retirarse, procedieron a despojar a los hijos del Senador Michelini de sus relojes pulsera. Sólo entonces se retiraron, profiriendo en alta voz amenazas de muerte, y siempre sin intentar el más mínimo ocultamiento.
Toda esta conmoción sucedía en la acera de enfrente de la guardia militar de Entel. Al ver aquella expedición integrada por individuos provistos de armas cortas, pistolas, metralletas y escopetas Ithaka, dichos soldados deben –necesariamente– de haberse abstenido de intervenir en la seguridad de que se trataba de personal militar o policial autorizado.
Pero los hechos son esos: a esa altura, ya hace cuatro horas que una banda de secuestradores y asaltantes, numerosa y bien armada, se ha enseñoreado del centro de la ciudad de Buenos Aires y lo recorre cometiendo desmanes, secuestrando ciudadanos ilustres de un país vecino, saqueando viviendas, copando grandes hoteles, profiriendo gritos y amenazas, sin que intervenga ningún integrante de la policía o las fuerzas armadas, o ponga tales hechos en conocimiento de sus superiores.
Organizaciones democráticas en los más diversos países, hombres destacados de todas las nacionalidades, Su Santidad el Papa, y muchos gobiernos (entre los que no se contaba, desde luego, el de su propia tierra) ponen en juego todos los medios para obtener la liberación de los secuestrados. Pero el gobierno argentino manifiesta que «en ciertos casos no existen las respectivas denuncias ante las Comisarías de la Capital Federal». No es verdad: las denuncias existieron, pero la policía se negó a tomar constancia de las mismas.
Aunque entonces ni sus familiares ni sus amigos lo sabíamos, a Zelmar Michelini y a Héctor Gutiérrez Ruiz les quedaban 48 horas de vida.
El día 19, la preocupación por la libertad de nuestros compatriotas comenzó a transformarse en el riesgo de algo aún más grave cuando diversas personalidades argentinas recibieron, tanto en la Policía como en el gobierno y las fuerzas armadas, la asombrosa manifestación de que en los arrestos no han intervenido ni policías ni militares, y que no se encuentran en poder de ninguna de las armas ni de la policía. Se nos hace saber por vía muy indirecta que usted, Sr. Presidente, estaría seriamente preocupado por los hechos, y que habría ordenado una investigación de los mismos. La Oficina en Buenos Aires del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados presenta un recurso de Habeas Corpus ante la Justicia Argentina.
A la noche, en una recepción, el Ministro de Defensa, Brigadier Mayor (RE) José María Klix, formuló primero a un corresponsal extranjero, y luego a otro, la misma sorprendente manifestación a que me he referido al comienzo de esta carta: «Se trata de una operación uruguaya», y agregó, en forma aún más increíble: «Todavía no sé si oficial o no».
Gobernantes y personalidades de todo el mundo hacen llegar su preocupación al gobierno argentino. El gobierno uruguayo no ha hecho ninguna gestión oficial o extraoficial interesándose por la suerte de estas dos personalidades, ni considera conveniente manifestar al menos su «preocupación» por los hechos. La Justicia Federal no ha entendido necesario intervenir en forma alguna indagando las circunstancias en que fueron cometidos los graves delitos de acción pública que conmueven al mundo entero y ya son escandalosamente notorios en el propio país, pues «La Opinión», diario cuya redacción integraba el senador Michelini, denuncia reiteradamente los hechos y exige su inmediata aclaración. Lo propio hace el «Buenos Aires Herald», pero no el resto de la prensa.
Los familiares no saben que en esos momentos estos dos hombres que eran y son orgullo de mi país, estaban siendo asesinados en la forma repugnante y sucia en que lo fueron, y que no le describo porque usted ya debe saberlo, Sr. Presidente, y porque me costaría demasiado hacerlo.
El día 21 de mayo, tomamos conocimiento del comunicado expedido por la Secretaría de Información Pública de la Presidencia de la Nación, que no hace sino aumentar nuestra ya angustiosa preocupación. El documento dice textualmente: «Ante las desapariciones de periodistas ocurridas en los últimos días, las cuales provocaron honda preocupación en distintos círculos del país y del exterior –y de la cual participa, asimismo, el Gobierno de la Nación– el Ministro del Interior, General de Brigada Albano Harguindeguy, informó que ha reca
bado amplios informes sobre tales desapariciones. Igualmente, y aunque en ciertos casos no existen las respectivas denuncias ante las Comisarías de la Capital Federal, se ha ordenado una exhaustiva investigación de los casos dados a conocer por distintos medios». ¿A qué venía eso de calificar como «desaparición de periodistas» el secuestro de dos de las personalidades políticas más importantes del Uruguay, ampliamente conocidas en ambas márgenes del Plata? ¿A qué venía eso de afirmar que en ciertos casos no existen las respectivas denuncias, cuando los familiares, desde el día mismo de los secuestros, no habían hecho otra cosa que recorrer infructuosamente dependencia tras dependencia, en el vano intento de conseguir que alguien tomara en cuenta sus denuncias? ¿A qué venía eso de ignorar que el propio Sr. Ministro General Harguindeguy había recibido en su despacho, a las 19.30 del día de los secuestros, los telegramas enviados por los familiares de ambas víctimas, y que de acuerdo con la ley argentina las denuncias de delitos no están sometidas a formalidad o solemnidad alguna? ¿A qué venía eso de ocultar que policía y justicia tienen la obligación de intervenir sin necesidad de denuncia alguna en todos los casos de delitos graves, perseguibles de oficio? Pero, a pesar de ello, por primera vez un Ministro decía públicamente lo que hasta entonces sólo se adelantaba en forma indirecta y privada: la voluntad de investigar. Sin embargo, el transcurso de las horas confirma que ello es mentira: a la noche, no ha llegado la policía ni se ha hecho presente la justicia; ya sabemos todos que nunca nadie vendrá a recoger las pruebas y que la suerte de nuestros compañeros está en las manos de Dios. Nos llega la noticia de que algunos órganos de prensa y agencias de noticias habrían recibido comunicaciones presuntamente emanadas de grupos guerrilleros, informando que los cadáveres de nuestros compatriotas estarían dentro de un vehículo, en un lugar determinado de la ciudad. Consultada la policía, desmiente categóricamente la información, pero ya nadie cree en nada de lo que dice. Familiares y amigos ven disminuir cada vez más sus esperanzas, pero aún no saben que hace ya 24 horas que fueron asesinados Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, y que sus cuerpos habían sido «encontrados» por la policía.
El sábado 22 de mayo, la familia de Gutiérrez Ruiz en la calle Posadas y la de Michelini en el Hotel Liberty, esperaron durante todo el día la llegada de los investigadores anunciados por el Ministro General Harguindeguy. Y como no llegaron, una hija de Michelini, Margarita, y la Sra. de Gutiérrez Ruiz, comparecieron con testigos ante el escribano público César J. Ceriani Cernadas e hicieron labrar, separadamente, sendas Actas de Manifestación, Protesta y Notificación, en las que hicieron constar los hechos y solicitaron se notificara formalmente al Ministerio del Interior la denuncia de los mismos. Labradas las Actas respectivas, el Escribano actuante compareció en horas de la tarde al Ministerio del Interior, donde se negaron a recibir la notificación de la denuncia, en razón de que «no era hora de oficina», indicándosele que debía volver el lunes siguiente.
Por su parte, la Sra. de Gutiérrez Ruiz procedió a enviar tres telegramas. Dos, de idéntico texto, estaban dirigidos al Ministro del Interior y a usted, señor Presidente, y en ellos, luego de describir una vez más los hechos, decía: En mi nombre y en el de mis cinco hijos, solicito al Sr. Presidente que ordene un rápido esclarecimiento de los hechos que permita que nuestro hogar pueda contar nuevamente con su jefe».
Al mismo tiempo, la Sra. de nuestro compañero envió otro telegrama colacionado a su Sra., Sr. Presidente, que decía así: «Sra. Alicia Raquel Hartridge de Videla. Balcarce 50. Pido a usted interceda para que se extremen esfuerzos que permitan que mi marido, Héctor Gutiérrez Ruiz, Presidente de la Cámara de Representantes del Uruguay, pueda volver a su mujer y sus cinco hijos y al hogar cristiano que pudimos preservar de las tormentas políticas al amparo de la generosa hospitalidad argentina. Este telegrama no está destinado a hacerse público. Quiera Dios que podamos agradecerle la vida entera lo que haga por nosotros. Muchas gracias. Matilde Rodríguez Larreta de Gutiérrez Ruiz».
Cuando la Sra. de Gutiérrez llegó a su casa luego de efectuadas las denuncias referidas, la esperábamos allí sus amigos para decirle que había aparecido el cuerpo de su marido asesinado. Hacía ya dos horas que todas las emisoras de radio difundían un comunicado de la Policía Federal dando cuenta del «hallazgo» de los cadáveres. Usted no consideró necesario contestar ninguno de los mensajes que se le dirigieron. Ninguna autoridad o miembro de su gobierno expresó su pena o presentó sus condolencias a los familiares de estos huéspedes ilustres de la República Argentina, vilmente asesinados en su suelo. Y nadie pensó siquiera en notificar a las familias de las víctimas, para evitar que recibieran la noticia en la calle, leyendo los diarios u oyendo la radio. La única referencia que tuvieron de usted, Sr. Presidente, fue la notificación de que el telegrama que se le dirigió recién fue entregado el día 24, y de que su señora, Sr. Presidente, se había negado a recibir el que le estaba destinado. Me he abstenido deliberadamente de hacer calificativos, pero nadie vacilará en decir que el comunicado expedido por la Policía Federal es repugnante. Dice textualmente: «La Policía Federal Argentina comunica que el día de ayer (21) siendo la hora 21.20, en la intersección de las Avenidas Perito Moreno y Dellepiane, fue hallado un vehículo marca Torino coupé, color rojo, abandonado.
En el interior del mismo se encontraba el cadáver de una persona del sexo masculino, e inspeccionado el baúl del rodado se hallaron otros tres cadáveres, uno del sexo femenino y dos del masculino.
Las pericias realizadas sobre los cadáveres permitieron establecer la identidad de tres de ellos, a saber: Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz y Rosa del Carmen Barredo de Schroeder, concordando los nombres de los occisos con los mencionados en los panfletos hallados en el interior del rodado, en los que una agrupación subversiva se adjudicaba la autoría del hecho. Los cadáveres presentaban varios impactos de bala y sus cuerpos se hallaban maniatados.
Como se ve, los asesinos intentan atribuir sus crímenes a la subversión, y vincular los muertos con ella. No me detengo siquiera a considerar esta posibilidad: no hay un solo uruguayo o argentino decente que crea en ella; quizás por eso mismo nadie, ni siquiera los autores del comunicado, han insistido en ella.
En estos momentos, dos días después de expedido el comunicado transcripto, y cuando terminamos de velar los cuerpos de nuestros queridos muertos, ignoramos cuáles pueden ser las «medidas judiciales del caso» ordenadas por el Juez Federal Doctor Marquardt porque no ha llegado, y ya sabemos que jamás llegará, ningún agente o funcionario a recoger las pruebas o interrogar a los testigos, en cumplimiento de las «medidas judiciales» o de la «investigación exhaustiva» que dijo haber iniciado el Ministro General Harguindeguy, o la que usted, Sr. Presidente, anunció haber ordenado.
Por otra parte, Sr. Presidente, todo eso no tiene ya ninguna importancia: nadie ni nada podrá devolvernos a nuestros compañeros muertos, y usted, Sr. Presidente, y yo y todos, sabemos dónde están sus asesinos.
No deseo molestarlo más ni distraerlo de sus altas preocupaciones. Por eso, no le relato las enormes dificultades que hubo que vencer para recuperar los cadáveres de nuestros muertos, ni el súbito sentido del deber que repentinamente acomete al Juez F
ederal, que adopta medidas, no para capturar a los asaltantes, sino para retener los cadáveres y no entregarlos a los deudos, aun después de efectuadas las autopsias, ni las influencias que hubo que mover y las gestiones que hubo que realizar para que al fin fueran entregados. Tampoco creo necesario darle detalles del tratamiento agresivo y soez que recibieron los familiares de los muertos en las Seccionales de policía, ni de las manifestaciones que allí se les hicieron.
Pero sí quiero decirle algo sobre los otros compatriotas cuyos cuerpos sin vida fueron «encontrados» junto a los de nuestros dos amigos. No los conocía. Se dice que pertenecían a una organización guerrillera, pero no tengo ningún modo de saber si ello es cierto o no. Pero si tal fuera el caso, resulta evidente que se los mató al sólo efecto de hacer aparecer a nuestros dos amigos como vinculados con la guerrilla. Y no sé si esto no es lo más abyecto de todo este sucio episodio: quitar la vida a dos seres humanos por la única razón de apuntalar una mentira. Quiera Dios que la saña de los asesinos respete por lo menos la vida de sus hijos desaparecidos. La policía argentina ha ido a buscarme a mi casa hace unas pocas horas. Hace ya varias noches que no duermo en ella y, como le dije, buscaré ahora el amparo de la Embajada de un país cuyo gobierno se respeta a sí mismo, y por ello respeta y ampara la vida humana. Cuando llegue la hora de su propio exilio –que llegará, no lo dude, general Videla– si busca refugio en el Uruguay, un Uruguay cuyo destino estará nuevamente en manos de su propio pueblo, lo recibiremos sin cordialidad ni afecto, pero le otorgaremos la protección que usted no dio a aquellos cuya muerte hoy estamos llorando.
Wilson Ferreira Aldunate»
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