El hijo de Ballestrino y alumnos del SOA mataron a Fernández Mendieta en 1973
Tres entonces jóvenes oficiales: Alberto Ballestrino, hijo del general del mismo nombre, Gustavo Mieres Ultra y Daniel Blanco Fanocchio, ambos recién egresados de la Escuela de las América (School of America, SOA), fueron quienes en el Regimiento de Caballería Nº 2 de Durazno, el 24 de mayo de 1973, un mes antes del golpe de Estado, mataron en la tortura a Oscar Fernández Mendieta, según una investigación realizada por LA REPUBLICA.
La muerte de Fernández Mendieta, un joven militante del Partido Comunista Revolucionario (PCR), provocó un escándalo político en el Uruguay de aquellos días, cuando se propiciaba el desafuero del senador Enrique Erro, y, ante el evidente caso de una nueva muerte por torturas, la bancada del Frente Amplio impulsó una interpelación al ministro de Defensa Nacional, Walter Ravenna, que no se llegó a concretar por la disolución de las cámaras legislativas.
Las actas parlamentarias registran la denuncia que entonces realizó el senador Juan Pablo Terra, quien documentó ampliamente las contradicciones entre los informes militares y la partida de defunción, en la que se decía que la muerte se produjo por un infarto de miocardio, y otros análisis clínicos que establecieron los múltiples hematomas y quemaduras que presentaba el cuerpo de aquel joven de 26 años, recién casado y con su esposa embarazada de dos meses.
Treinta y cinco años después de los hechos, por primera vez un soldado que sirvió en aquella unidad militar rompe la «omertá» y detalla a LA REPUBLICA cómo fue que asesinaron a Fernández Mendieta, para agregar un nuevo elemento al todavía nebuloso período histórico: la protección del homicida, hijo de uno de los coroneles golpistas (miembro de la Logia Tenientes de Artigas), pudo ser otro inconfeso motivo de los militares para dar el golpe de Estado…
«Ya viví la pesadilla»
Atiende con una sonrisa y la mano dispuesta a saludar cuando se le llama por su nombre. Quizás piensa que es por alguna changa y un trabajo extra para forasteros siempre se cobra bien. La sonrisa se desdibuja y retrocede con una puteada contenida cuando su interlocutor se identifica como periodista de LA REPUBLICA. Camina hacia atrás, reingresa a su casa como buscando aire o una salida a una situación que quizás preveía. El sabe, que sabemos que sabe.
La cortina de cintas de plástico de la puerta de su modesta casa, en las afueras de una localidad del interior, no termina de hacer un movimiento pendular cuando el ex soldado vuelve a salir, casi resignado, para enfrentar un presente que lo llevará al pasado. Dice que no quiere hablar, que no recuerda, que hace mucho que no quiere saber de aquello que pasó hace tanto tiempo en el cuartel de Durazno, a donde preferiría no tener que volver a ir. Teme, aún a distancia.
No oculta su condición de ex soldado. Aunque el calor y la sequía asfixian, él luce una camiseta verde en la que todavía se distinguen los símbolos de una unidad militar. Pese a su edad y al tiempo que ha transcurrido desde su retiro se conserva en buena forma física, con brazos y piernas musculosas que reflejan la práctica de deportes, manos grandes y cuadradas por su trabajo manual y el ocre color de su piel curtida por el sol y el aire del campo.
«Yo les digo, pero no testifico. Yo les digo pero después niego… son mafia, no quiero terminar en una laguna… Yo sé que hay que saber. Hace mucho que hay que saber. Todos deberíamos decir. A mí de qué me sirvió el silencio. Mire dónde vivo. Pero yo no fui. Yo después niego. Yo le digo para que usted sepa… ¿Qué gano diciendo? ¿Plata no? (prueba)… ¿»conciencia tranquila»? Si ya viví la pesadilla todo este tiempo…».
«Le dieron la máquina…»
El testigo comienza a dibujar aquel Durazno de 1973, tan lejano en el espacio y en el tiempo. «Hay otros que saben, pero alguno hasta está emparentado con la familia del muerto. En Durazno no hay otra cosa. O vas al cuartel o vas a la base. Todos son milico, esposa de milico, hijo de milico o padre de milico. Hacés un peso si salís de misión. Si no, esperar, jubilarte, ganar una mierda y vivir de changa….», se desahoga.
Lentamente, el ex soldado acepta situarse en aquellos días previos al golpe de Estado. Algunas veces se había detenido gente por «eso de la subversión», quizás se había torturado, pero muertos no. El Regimiento de Caballería Mecanizada Nº 2 «Gral. Pablo Galarza» no había tenido hasta aquel día de mayo una historia tan oscura, una vergüenza que se tuvo que ocultar dentro de la propia fuerza y del sistema político que todavía regía.
Finalmente habla: «Núñez lo fue a buscar. Lo trajo de la chacra donde vivían los Fernández Mendieta. Lo llevó al cuartel. Al sótano. Había agua en el piso. Le dio la biaba y se fue, pero había quedado bien… Después vinieron los otros. Eran muy jóvenes. Ballestrino, el hijo del general, Mieres y Blanco. Le dieron la máquina y se les fue. No sabían hacerlo. Se asustaron. Lo subieron a la enfermería. Blanco le hizo respiración boca a boca… Ya estaba muerto…».
Hace silencio. Cierra la charla con un resignado gesto de «es todo»… un «ya está» que acentúa con la manos, la boca y las cejas. Hay angustia en su garganta. En sólo ochenta palabras, que pronunció en menos de 30 segundos, el ex soldado había derribado un muro de complicidad que por más de 35 años había mantenido la verdad aplastada por la impunidad. Fernández Mendieta fue muerto en la tortura. Tres oficiales son los responsables. Ahora se sabe.
Te recomendamos
El Frente Amplio rechaza ampliamente controversiales declaraciones de Topolansky y Mujica
Diferentes sectores del partido han expresado su preocupación, temiendo que estas declaraciones puedan llevar a una revisión de condenas de militares implicados en violaciones de derechos humanos, lo que dejaría libre a los criminales.
Compartí tu opinión con toda la comunidad