1914, Navidad en las trincheras

Es 1914, el año en que había comenzado el combate. En el frente occidental la guerra había alcanzado un alto grado de ferocidad. Allí la guerra se estructuraba como una lucha de trincheras. Cientos de quilómetros de tierra cavada donde los soldados esperaban y atacaban. Allí debían padecer el sol y la lluvia. Allí esperaban la suerte de derrotar al enemigo y el peligro de ser asesinados.

En algunos lugares la distancia de las trincheras era bastante exigua. El combate había dejado un paisaje de barro, de tierra destruida y cadáveres que no podían enterrarse porque quienes lo intentaran podían ser blanco del enemigo. Cada tanto un avance para intentar tomar las posiciones del enemigo acrecentaba el número de cuerpos sin vida sobre la tierra yerma.

En la zona de Ypres, en Bélgica, el día de Navidad no presagiaba ser la excepción. Sin embargo no hubo mucha actividad bélica. Era la primera Navidad que debían pasar entre los restos de la guerra, lejos de sus familias. Los ejércitos esperaban reforzar el ánimo de sus soldados con más raciones de alimentos. Los alemanes sumaron al envío de víveres, unos pequeños árbolitos de Navidad.

En cierto momento los soldados alemanes pusieron velas a algunos de sus árboles y los sacaron fuera de las trincheras. Del otro lado los soldados ingleses se pusieron alertas. No sabían qué podía significar, pero temían que de un momento a otro tuvieran que soportar un avance enemigo. Esperaron con los reflejos prontos para accionar sus armas a tiempo. Pero no pasó nada. De pronto comenzaron a escuchar algo. Extrañados se dieron cuenta que los alemanes cantaban canciones navideñas. Los ingleses hicieron su aporte cantando sus villancicos.

¿Podría ser una trampa? Siempre es una posibilidad en una guerra. ¿Pero qué clase de trampa es esa que deja iluminada la zona enemiga, haciéndolo más vulnerable? ¿Una mala trampa? Al parecer algunos soldados alemanes usaron el inglés que sabían para alertar que no iban a disparar y que pedían no recibir disparos. Los ingleses seguían con sus armas alertas.

De pronto unos solados alemanes salieron de sus trincheras. Alguno portaba uno de esos pequeños árboles de navidad iluminados. Otros llevaban las manos en los bolsillos. ¿Qué era eso? ¿Qué hacer? Había que actuar rápido. Algunos soldados ingleses salieron de las trincheras, desarmados. De un lado y del otro, los demás esperaban expectantes. Un sólo disparo de alguien que hubiera perdido el control leyendo mal un gesto enemigo podía iniciar una carnicería. Pero no hubo ningún disparo. Y como de un hormiguero abierto salieron el resto de los hombres. Se saludaron, conversaron como pudieron, se intercambiaron regalos. Unos ofrecían cigarrillos, otros salchichas, otros bebida, otros chocolate, otros una navaja o lo que tuvieran.

Hubieron algunas fotografías. Incluso algunas se publicaron en periódicos de la época. Al parecer la mayoría de esos testimonios gráficos fueron luego requisados por las autoridades y destruidos. En los pocos registros que sobrevivieron al paso del tiempo y al odio institucionalmente organizado, se puede ver a grupos de soldados entremezclados, desarmados. Hasta hay una foto de una pelota aérea disputada en un improvisado partido de fútbol que al parecer ganaron los alemanes por un gol, aunque el tanteador exacto  varía en las diferentes versiones.

Dice la leyenda que, como pudieron, los soldados se hicieron saber que estaban cansados de la guerra y que esperaban que terminara pronto. Y en esa jornada hicieron el tiempo necesario para enterrar a sus muertos. Todos participaron respetuosamente del entierro de los enemigos. Con ese respeto que sólo tienen los viejos amigos después que se dan cuenta que han perdido la cabeza.

Árboles de navidad en una trinchera. Una pelota de fútbol en una zona de combate. ¿Cómo fue posible? No importa. Dice Isidore Ducasse, más conocido como el conde de Lautréamont que la belleza es el encuentro casual entre un paraguas y una máquina de coser en una mesa de disección. El encuentro azaroso e inesperado de cosas imposibles en un lugar insólito. Y jugando a la aventura de ser un poco más humanos, los soldados ingleses y alemanes que compartían oficio en las trincheras del frente occidental en Bélgica lograron un poco de belleza. Fugaz, por cierto.  Las autoridades centrales, enteradas de estos episodios pidieron informes y ordenaron traslados. Se dice que incluso algunos soldados fueron fusilados, como escarmiento para el resto.

La guerra seguiría. Lo suficiente como para que este episodio de una tregua espontánea no desalentara la contienda. Pero en ese diciembre de 1914, en un paisaje de muerte donde nada bueno podía ocurrir, soldados ingleses y alemanes mostraron que al absurdo de la guerra se lo combate mejor con respeto por ser el humano, sobretodo de quienes no tienen más arte ni parte que matar o morir sin poder decidir por qué matan o por qué mueren. Y mostraron que es más difícil convencer de la racionalidad de la guerra cuando se pelea poniendo el cuerpo, casi en contacto directo, que cuando se pelea desde lejos y el otro no es sino un punto sobre un mapa, un número en una estadística. Tal vez eso hace más inhumana el combate bélico hy día,  en la era de la guerra a distancia asistida por la tecnología.

Durante la navidad de 1914, en las trincheras de Bélgica, por un momento un conjunto de hombres se sobrepuso al imperativo del mandato institucional para volver a pensar en el costo humano de conflicto armado. No fue un momento de tregua mecánico como cuando hoy se habla de cómo se detienen los ataques en Navidad. Fue un momento donde por un instante se repensó el curso del mundo.

 

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