Paradojas de la pública privacidad
La privacidad se ha convertido en un significante crecientemente vacío, o de tal polisemia y amplitud interpretativa según quién lo utilice, que no solo va perdiendo precisión sino además relación con los hechos o prácticas a los que pretende significar. No me referiré al farandulismo televisivo endogámicamente intimista que inunda de rating el éter y los cables, ni a las revistas basura, llamadas popularmente «del corazón». Argentina es un gran productor de esos desechos y lamentablemente Uruguay, un creciente importador y hasta, tal vez, un incipiente creador. Me importa más reflexionar sobre algunas paradojas políticas cuando se esgrime solemnemente como derecho, violándolo a la vez en el mismo acto.
La tradición política anglosajona, y en particular el liberalismo norteamericano, ha sido quien más ha enfatizado la importancia del concepto hasta llegar a constituirlo en un derecho. Aunque la expresión inglesa «privacy» deriva del latín, su incorporación al español es mucho más reciente y más aún su oficialización por la Real Académica Española que lo define como ámbito protegido de cualquier intromisión. Alude a una esfera reservada, que, en consecuencia, puede mantenerse en la confidencialidad. Se encuentra inscripto en el Pacto de San José de Costa Rica y en la casi totalidad de las constituciones liberales modernas, incluyendo obviamente a las rioplatenses, aunque aparezca confundida con la noción de intimidad.
Personalmente hago un uso prácticamente marginal e irregular de Twitter con pocos seguidores y casi no sigo a nadie, ni «twitteo» jamás, aunque una excepción es Wikileaks. Por vía de esa «red social» me entero hace tan solo un par de días que 251.287 nuevos cables diplomáticos confidenciales estadounidenses fueron liberados en la web que organiza Assange. Ya había tenido oportunidad de opinar en este espacio sobre la insólita cesión en primicia y edición de los cables a cuatro diarios hegemónicos en sus respectivas lenguas: «El País», «The Guardian», «The New Yok Times» y «Der Spiegel». Ahora son estos mismos diarios, otrora beneficiados por la exclusividad los que, en un comunicado conjunto recogido por las principales agencias de prensa internacional, condenan la publicación de estos cables porque podrían poner en peligro a las fuentes.
Siempre me pregunté cómo era posible que tan solo cuatro medios, aún con liviandad y a las apuradas, pudieran editar decenas de miles de documentos, tan rápidamente. La experiencia en los centros de investigación universitaria indica que cada escrito lleva horas entre su lectura, el cotejo y comparación con otros similares, con los hechos y personajes aludidos, además del análisis y reflexión. ¿Cuántas decenas o centenas de periodistas se necesitan a tiempo completo para ello? Por más que el tratamiento no sea metodológicamente académico, en cualquier caso, la escala de inversión laboral es de cientos de miles de horas de trabajo humano. ¿Tanto les redituaría material o simbólicamente a esos periódicos el privilegio, como para poner a un ejército de editores a leer, clasificar y pulir la información?
La respuesta no está en estos medios, sino en el propio reconocimiento, a través de este episodio aunque ya insinuado con anterioridad, de sus relaciones con las embajadas norteamericanas. Es, en última instancia, la propia estructura diplomático-conspirativa el verdadero editor de lo difundido hasta aquí. Por eso este «per saltum» que anticipa una ruptura del acuerdo editorial previo, es rechazado por estos «guardianes de la privacidad».
Poco importa si, como sospecha buena parte de la prensa internacional, la publicación sin censura de los cables, resulta una venganza por la aparición del libro «WikiLeaks», escrito por David Leigh y Luke Harding, jefe de investigación de «The Guardian» y uno de sus corresponsales, respectivamente, develando detalles de la personalidad de Assange. Tampoco que en el mismo se hayan revelado las claves para acceder directamente a la información «sensible» en la página de Wikileaks. Todo el largo affaire en torno a los cables de Assange, está teñido de un colorido tragicómico permanente. Desde los pedidos de extradición y juzgamiento, hasta el propio asesinato por traición de la derecha norteamericana, al reciente ataque informático que sacó la página de línea por algunas horas, aunque sí pudo contar con las decenas de páginas alternativas.
Su propio proceso judicial que lo mantiene bajo arresto domiciliario en Inglaterra a raíz de una orden de extradición cursada por Suecia, ante supuestos delitos de agresión sexual contra dos mujeres suecas, parece sacado de un burdo sketch televisivo. Ambas mantuvieron relaciones sexuales que aseguran consentidas con el acusado, aunque posteriormente descubrieron que había omitido el uso de preservativo. Si bien personalmente me parece muy recomendable el condón de protección, a diferencia del teólogo Ratzinger, no encuentro razón alguna para considerarlo de uso obligatorio y por tanto imputar delito alguno. Más bien surge de este sucinto relato la recomendación a estas amantes a prestar más atención a la hora de hacer el amor. Pareciera más difícil no percatarse de la ausencia, que su contrario. Inclusive si fuera de uso obligatorio dejaría al pontífice Benedicto XVI en la incómoda situación de estar promoviendo el delito. Las fuentes, por cuya vida temen los editores de los diarios hegemónicos no son sino, por un lado, espías y buchones cipayos encargados de violar la privacidad de las personas públicas y los «secretos de Estado», y por otro, agentes criminales encargados de la planificación y ejecución de toda clase de asesinatos, puntuales o masivos, incluyendo hasta el genocidio. Sin embargo, el hecho de que se trate de estas calañas no justifica poner en riesgo sus vidas. Pero quién debe protegerlos con la debida custodia, y si fuera posible aprovechar para investigar sus actividades, son sus empleadores. En ningún caso es Assange o los diarios bendecidos originalmente por él, y menos al costo de censurar información y encubrir criminales. Prefiero expresarlo crudamente y sin ambajes: los embajadores norteamericanos y su cohorte de asesores, agregados diversos y personal jerárquico, están globalmente comprometidos con el crimen. Encubren criminales o perpetran intelectual o materialmente toda clase de violencias. Y si no encuentran necesario llegar tan lejos en algunos países, se dedican a entrometerse en la privacidad de las personas, preferentemente públicas. Creo que deben ser muy estrictamente vigilados por los estados en los que se asientan. Particularmente aquellos dependientes y sometidos. El reclamo de preservar la confidencialidad y privacidad de quienes solo en el mejor de los casos-, se dedican profesionalmente a violarla, resulta risible. Encubrid a los criminales que corren riesgo de vida!!!
En órdenes mucho menos públicos y por fuera del aparato diplomático-militar norteamericano, todos quienes hacemos uso asiduo de herramientas computacionales y conectividad, estamos siendo sometidos a una permanente violación de nuestra privacidad por parte de un conjunto de empresas informáticas, que en su casi totalidad, pertenecen a capitales del mismo origen que estas peligrosas embajadas aludidas. La propia existencia de software propietario, que impide el conocimiento de la totalidad de procesos que desarrollan nuestros equipos por su naturaleza secreta, la computación en la nube (cloud computing) que permite monitorear absolutamente toda la actividad de los usuarios, los programas spyware, etc. nos lo recuerdan cotidianamente.
Los resultados de todo este espionaje son por el momento exclusivamente publicitarios aunque no poco onerosos tanto individual como colectivamente. Por un lado porque esa publicidad se descarga haciendo uso del ancho de banda costeado por el usuario o por la comunidad. Pero por otro, porque tienen costos económicos y ecológicos descomunales al ser multiplicados enésimamente.
Un informe de la empr
esa antivirus McAfee, publicado en abril del 2009, titulado «The Carbon Footprint of Email Spam Report», analiza el gasto energético mundial requerido para crear, almacenar, ver, y filtrar el spam en un total de once países. Algunas de las conclusiones hielan. Un mensaje de spam genera 0,3 gramos de CO2. Multiplicado por el volumen anual de correo basura que ingresa a la bandeja de entrada, resulta que el spam mundial estimado, es equivalente a la conducción alrededor de la Tierra 1,6 millones de veces o a la emisiones resultantes de 3,1 millones de automóviles. Gran parte del consumo de energía asociados con el spam (casi el 80%) proviene de la supresión del mismo. Los filtros de correo basura (como el que vende la empresa autora del informe, obviamente de software propietario y secreto) le ahorran al planeta tener que producir 135 teravatios hora (TWh) de electricidad al año. O lo que es lo mismo, el tomar 13 millones de coches. Buena publicidad la de su informe. Comparado con lo antedicho, esta paradoja sería menor o más inocente, pero en mi bandeja de entrada uno de los emisores de spam es precisamente la empresa McAfee que obtiene mi dirección de mis equipos portátiles que vienen con ese software preinstalado en versión de prueba.
Los espías humanos o robotizados no son precisamente las víctimas de los ataques a la privacidad. La guerra es contra las sociedades.
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