Cumbres borrosas
El teatro de estas tierras está falto de recursos propios, como si la vida que nos rodea fuera insignificante, y da en recurrir a los sucesos de otros países; en este caso Ariel Mastandrea no sólo viaja a Inglaterra para convocar los fantasmas de una familia sino que retrocede hasta comienzos del siglo XIX para hablar, por enésima vez, de la familia Brontë (un «buscador» con la palabra «Brontë» identificó en una base de datos más de 2.000 referencias).
¿Merecen tanta atención las tres hermanas? ¿Lo merece el «hermano olvidado»? He aquí preguntas necesarias que el autor no ha respondido, en primer lugar porque no parece tan interesado en la vida de Branwell Brontë (Claudio Ross) como en sus propias ensoñaciones y divagaciones.
El hermano olvidado desdeña toda investigación en la vida del hombre de cuya vida dice tratar: sabemos de Branwell Brontë que escribió, que pintó un cuadro del que se borró o fue borrado y que se alcoholizaba con un horrible líquido anaranjado. A cambio de esta penuria informativa sobre lo único que podía interesar, hay mucha seudopoesía y seudofilosofía amueblando este libreto: «Se secó el arco iris y ellos no pudieron soportarlo», «Se corrige el destino, no se corrige el alma». No faltan las seudoaudacias de mal gusto, como «¿Qué es eso que tiene ahí en la entrepierna?», ni tampoco los errores gramaticales, que suponemos no cometía Charlotte, como: «Qué sobrinos más estúpidos que me tocó» (sería correcto, en cambio, «que me tocó soportar»).
Toda posible acción dramática está sustituida por una larga retahíla de palabras y, como es de rigor en este género de biografías, abundan jaranas infantiles y risitas encantadoras: los hermanos se persiguen con almohadas y retuercen en común una gasa, lo que quizás se imaginó un gran efecto plástico. No olvidamos las máscaras, cuya aparición en la escena es el signo infalible de un libreto en paro cardíaco, ni a la cantante que, desde un lugar alto a un costado del escenario, tan próximo a la platea que casi no podíamos verla, canta unas notas lúgubres. Parece no advetirse que en la vida de los artistas, malos o buenos, lo que interesa es su arte, su siempre difícil lucha con el ángel; se persiste en creer que el arte es un momento vagamente no humano, un rapto o un trance, una combinación afortunada de palabras, algo que sucede fuera de la vida corriente. Nadie cometería el error de escribir una biografía de Maradona sin hablar de fútbol; pero se teatralizará la vida de los artistas insistiendo en su bajo vientre, en sus aventuras eróticas y políticas, en sus cambios de domicilio, en sus insignificantes enfermedades y toxicomanías. Casualmente, hoy es notorio el error de esta pieza, porque nuestra cartelera exhibe dos espectáculos donde los autores tuvieron una idea clara de lo que vale en la vida de un artista. Una es teatro, la admirable «Historias ajenas» (Donald Margulies, dirección Mariana Wainstein); la otra, muy inferior, con un libreto al por mayor que entra a saco en las vidas de JD Salinger y Shaquille O’Neal es el filme Descubriendo a Forrester, de Gus van Sant.
Borrosos, los personajes femeninos resultan sombras intercambiables: no hay nada que haga o diga Charlotte que no pudieran decir Ana (Mariela Maggioli) o Emily (Susana Acosta). Por momentos nos deleitó la buena dicción de Roxana Blanco, pero el placer duró sólo el espacio que va «desde el oído al pensamiento». Claudio Ross puso lo mejor de su parte, y la directora Nelly Goitiño, de la que recordamos su realización mayor de Kaspar de Peter Handke, necesita libretos de mayor aliento.
Branwell brontë, el hermano olvidado, de Ariel Mastandrea, con Roxana Blanco, Susana Acosta, Marila Maggioli y Claudio Ross. Música de René Pietrafesa, vestuario de Ismael Moreno, instalaciones de Alejandro Curzio, iluminación de Juan Carlos Moretti, máscaras de Jorge Añón, dirección de Nelly Goitiño. Estreno del 31 de mayo, Teatro El Galpón, sala Cero.
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