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Hilda López en Portugal

Durante buena parte de 1964, Hilda López (1922-96) vivió en Portugal. Una etapa que los más cercanos a la artista no han tenido la curiosidad de conocer o investigar.

Hilda venía de una breve estancia en París, invitada a realizar una muestra de dibujos y grabados de artistas uruguayos. Compartió la muestra 7 pintores do Uruguai en la Galería Divulgação de Lisboa (luego pasaría a la sucursal de la misma galería en Oporto) con Agustín Alamán, Carlos Fossatti, Teresa Vila, Nelson Ramos, Raúl Pavlotzky y Raúl Zaffaroni, debutante como pintor en composiciones abstractas en soporte de cartulina. Le llamó la atención el provinciano ambiente artístico cultural lisboeta, en la dilatada dictadura de Salazar, nada afecta a las innovaciones y menos procedentes del exterior. La Galería-librería Divulgaçao era un oasis de resistencia a la cultura oficial como, en mayor medida, lo era la Fundación Gulbenkian, una república de libertad dentro de la república opresiva. La prensa independiente permitida, recibió con entusiasmo el envío uruguayo, en especial los semanarios Jornal de Artes y Letras, y Flama.

Hilda López tuvo ocasión de conocer a los artistas portugueses agrupados en la asociación de grabadores, Gravura, un pequeño y refinado espacio donde por primera vez, fuera de Checoslovaquia, se presentó a Jiri Kolar, un artista desconocido entonces que luego alcanzaría renombre en su exilio de París y el notable, aunque menos conocido aún, Vladimir Boudnik, de la misma nacionalidad. Exposiciones que realizarán en Amigos del Arte de Montevideo, más tarde.

Lisboa deslumbró a Hilda. Su mirada recorría, asombrada, la hermosura de Lisboa, los miradores emplazados en las siete colinas: el majestuoso panorama desde el Castillo San Jorge sobre la desembocadura del río Tajo, las intrincadas callejuelas e interminables escaleras del barrio de Alfama, tradicional reducto del fado, el delicioso trazado ortogonal de La Baixa, centro de la capital reconstruido luego del terremoto de 1755, la tristeza del Barrio Alto, surgido en el siglo XIX, la deslumbrante arquitectura de la Catedral del siglo XIII, la claridad de un cielo reflejada en las fachadas cubiertas de azulejos resaltando la luminosidad de Lisboa, los bellísimos monumentos manuelinos de la época de los descubrimientos marítimos y la aventura colonizadora, el Monasterio de los Jerónimos y la Torre de Belén, fueron instancias de una experiencia intensa y dichosa de encuentros con espacios insólitos que la dejaban absorta y meditativa. Esa fascinación quedó interrumpida por su viaje a Oporto. En la ciudad norteña, adusta e industrial, Hilda López hizo una exposición individual en el balneario Valadares, con obras ejecutadas con una ramita mojada en tinta china de una inventiva renovada y espíritu jovial, sin abandonar el meditado rigor. Obras de mediano y pequeño formato a las que impuso el entusiasmo vital que adquirió en tierras nuevas.

La exposición, compartida con el pintor Henriques Tavares, personaje extraño y posesivo, le dio un giro dramático a la vida de Hilda. A partir de ese momento, la alegría de una existencia diferente se fue lentamente nublando, en una convivencia tensa, casi intolerable y de la que no pudo desprenderse fácilmente a pesar de los intentos de sus amigos portuenses Angelo de Souza, José Rodrigues o el poeta Eugenio de Andrade, nombres descollantes del arte lusitano, que no lograron disolver ese vínculo. Cuando por fin pudo zafar, en rocambolesca aventura, de esa situación, volvió de inmediato a Montevideo y recuperó su plena libertad. El período portugués de Hilda López tuvo alternancias de felicidad y desasosiego que templó su carácter y enriqueció su imaginación siempre alerta a los condicionamientos exteriores y preparó las nuevas instancias de una trayectoria que la convertiría en uno de los pilares de la pintura nacional.

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