La fascinación del pintor y escultor Francisco Matto
Cada exposición de Francisco Matto es una epifanía. En la última Bienal del Mercosur, Porto Alegre, se reunieron obras de tres continentes, muchas de las cuales no se conocían por haber sido adquiridas en tiempos lejanos por coleccionistas radicados en el exterior. Las autoridades de la bienal habían propuesto su traslado a Montevideo y Buenos Aires, pero razones presupuestales de último momento, anularon el propósito. Una oportunidad perdida y de lamentar, sobre todo para quienes no asistieron a la capital gaúcha, pues allí había cuadros fundamentales que, felizmente, quedaron registrados en video.
Sin embargo, esa impresionante muestra carecía de rigor en el montaje, era deficiente la iluminación y en parte evaporaba el poder aurático que sobrevolaba las obras por falta de adecuación al gigantesco espacio interior del palacete que la alojaba. Con un número inferior de obras pero con el mismo nivel de calidad (algo fácil de conseguir en el artista), Oscar Prato y Gustavo Serra instrumentaron con inteligente criterio, interpretando escrupulosamente los deseos de Matto, un montaje impecable hasta potenciar el mágico esplendor de sus pinturas y esculturas. La planta baja es perfecta. Todo confluye a exaltar a un creador fuera de serie. Cada detalle de las tres salas (dos pequeñas y una mayor), la ponderación del espacio y la selección y alternancia de cuadros y esculturas, apuestan, en el acogedor ambiente, al refinamiento, a la seducción, a la contemplación demorada y cautivadora.
Es que Francisco Matto pertenece a esos creadores que, como Barradas en su época, dejó de lado las teorías (a las que fueron afectos Figari y Torres García) e hizo de la tela el soporte mismo del acto de pintar.
Pero Matto tuvo virtudes y posibilidades únicas. Sus padres, aficionados a la música y a la poesía, lo educaron con una institutriz inglesa en la quinta de la calle 8 de Octubre donde luego será, en la cochera, el Museo de Arte Precolomino, una joyita puesta a punto por el arquitecto Leborgne. De esa relación con la naturaleza, de sus contactos primeros con el maestro Carlos R. Rúfalo, un pintor nada académico que brilló en la corriente planista con la intensidad del colorido y que, acaso, haya sido la primera influencia sobre Matto, que luego, siguiendo esa línea cromática, la encontraría en Matisse, Bonnard y Gauguin en los elocuentes paisajes sensuales que realizó antes de conocer a Joaquín Torres García en 1939.
Ya era todo un pintor. Pero además acumulaba la experiencia de sus viajes por Tierra del Fuego y su contacto con la cultura mapuche, su intensificación en el conocimiento de la antropología, el arte precolombino y el arte tribal de distintos continentes que,unido a la práctica constante de la poesía, la afición a la música y su creencia religiosa, lo dotaron de una sólida personalidad, como posiblemente no abundan en el panorama artístico mundial.
No es de extrañar, pues, que su producción alcanzara ese nivel de excepción. El contacto y admiración incondicional por Torres García, no le impidió superarlo. Aunque no lo supo ni lo admitió o admitiría. Partiendo del mismo código plástico constructivo inventado por su maestro, pero cargado de una experiencia vital en sus continuos viajes por países diversos de América Latina y el Cercano Oriente, Matto fue adensando de manera impalpable la expresión, llevó a tal extremo la sutileza y liviandad de la pincelada, casi en los límites de anulación material, en una delicada espiritualidad con la íntima relación de los signos que, como en «Constructivo con dos corderos», c. 1953, logró una obra maestra al resumir todas las vivencias experimentadas de su compleja individualidad, hecha de refinamiento y ternura, de bruscos amagues temperamentales y sólida posición conceptual, cultural y religiosa. No es la única de una magistral exposición donde figura el último cuadro pintado en 1994, la superficie cubierta de un amarillo emblemático (como el azul tan especial, el azul Matto) es surcada por una estructura geométrica de trazos negros, donde se adivina en el temblor de la mano la inminencia del final.
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