Amalia Nieto, un refinado equilibrio
Amalia Nieto (1907-2003) bien pudo haber suscrito las palabras de Matisse en 1908: «Aspiro a un arte hecho de equilibrio, de pureza, de tranquilidad: sin tema que inquiete o preocupe… algo parecido a un buen sillón». El maestro francés aludía al expresionismo y cubismo reinantes y apostaba a la serenidad frente a la deformación, a la lucidez intuitiva más que al análisis.
Los críticos de varias generaciones coincidieron, en rara unanimidad, en alabar su talento. Un talento administrado por un temperamento de una enorme dulzura que encerraba la enérgica, constante voluntad de crear. Frecuentó varios talleres, atravesó diversos períodos y experimentó con diferentes lenguajes, pero en todas esas instancias dejó la marca inconfundible de su personalidad ajena al mundanal ruido. En la docencia o en la gestión cultural mantuvo una actitud alerta y vigilante, desterrando la mediocridad y apoyando las innovaciones.
Montevideana de 1907 (no de 1910 como se insiste equivocadamente en todas las notas biográficas que, por un error inicial, así perduró y ella misma, aunque reclamó la fecha cierta, no se preocupó de rectificar), estudió en el Círculo de Bellas Artes con Domingo Bazurro, a partir de 1925. Mujer joven y hermosa, desafió los prejuicios de la época en un ambiente de predominio masculino, con figuras mayores de notable prestigio (Blanes Viale, Laborde, Cúneo, De Arzadun, Pesce Castro). Esas aulas diurnas, especiales para el elenco femenino (los hombres concurrían de noche), fueron provechosas para el arranque de una vocación que se fortalecería en París, entre 1930 y 1932, ese inevitable viaje formativo en las Academias Escandinavas junto a André Lhote y en la Grande Chaumière con Othon Friesz, que también fueron maestros de otros uruguayos (Vicente Martín, García Reino, Bellini, Rivello). Al regresar hace su primera muestra individual en la novel Amigos del Arte (cuyo cuerpo directivo integrará años más tarde) en un ambiente predominantemente impresionista-naturalista y con los aislados fulgores del planismo y la insurgencia del realismo social en las visitas del mexicano Siqueiros (1933), los argentinos Urruchúa y Berni, orientados hacia el muralismo figurativo. La llegada en 1934 de Joaquín Torres García y la creación del Taller de Arte Constructivo (antes Nieto le prestó su domicilio para dar conferencias) le permitieron encauzar su talante sensible y razonador por un sendero de composiciones áureas, planas y tonalidades grises.
Pero no era una artista para quedar aferrada a una ortodoxia estilística. En 1938 se aleja del taller torresgarciano y retorna a las enseñanzas lothianas con mayor libertad formal y matérica, la asunción del color, defendiendo la luz más como función del color que como reflejo de una superficie iluminada. Un hecho importante ocurre en 1943: viaja becada a Chile para seguir cursos de verano en la Universidad a cargo de Jorge Romero Brest, en el inicio de una perdurable amistad. Quizá atraída por la temática de Alfredo de Simone, en 1950 pinta paisajes del Barrio Sur y otras visiones urbanas que prolongan las realizadas en París sobre el mismo tema. Son sencillas vistas de los tejados con sus chimeneas, ordenados de acuerdo a una geometría sensible en colores apastelados, que serán característica de buena parte de su producción. Pasa a integrar la docencia en los Institutos Normales y asume la dirección del Museo Circulante de Arte, dependiente del municipio montevideano.
No ceja en su voluntad de enriquecer los conocimientos. En 1954 obtiene la Beca Gallinal de Enseñanza Secundaria para estudios de orientación estética y es comisionada por la comuna capitalina para estudios de museografía. En París asiste a los talleres del grabador Johnny Friedlaender y a los cursos de mosaicos de Gino Severini. Mientras tanto, hace regularmente exposiciones en Amigos del Arte y en el Ateneo de Montevideo (en 1941, Torres García inaugura con una conferencia), ilustra libros de poetas (Rodríguez Pintos, Juana de Ibarbourou, Paul Valéry, Varela Acevedo, Ernesto Pinto), participa en salones y envíos al exterior (bienales de San Pablo en dos oportunidades, México, Córdoba, Argentina, San Marino, Spoletto), recibe premios (primero y gran premio en el Salón Nacional de Bellas Artes) y, en especial, aprecia los viajes de actualización por Estados Unidos y Europa de manera regular y periódica, se mantiene al día con la información literaria y teatral (en contacto con su entrañable amiga Laura Escalante).
En 2001, María Luisa Torrens, todavía directora del Museo de Arte Contemporáneo, realizó una retrospectiva con obras seleccionadas por Amalia Nieto. Un recorrido imperfecto (por las limitaciones espaciales) pero memorable por la alta calidad de cada trabajo, desde 1950 en adelante: una oscilación entre la figuración y la abstracción, una indagación meditada, una afirmación del reposo y la confianza en la visión natural transformada por la emoción. Lo que implica un talante clásico por su dominio y equilibrio de los diferentes elementos de la composición, como si los golpes del exterior (que sin duda se manifiestan en la serie de Búhos o en la breve etapa informalista) no entorpecieran la dicha doméstica de relacionarse con los objetos diarios. Así, en una de sus series más notables, que denominó Naturalezas muertas mentales, exhibidas en la embajada uruguaya de Buenos Aires (1989), Amalia Nieto alcanzó la cima de su parábola creadora, utilizando un lenguaje coloquial y recoleto, de música de cámara, necesario para percibir con cuidado los sutiles matices de su propuesta estética. Le bastaron unos pocos utensilios domésticos, cercanos y cotidianos: cucharas, cucharones, cafeteras, mates, tazas y calderas. También limitó su paleta cromática, empleando apenas sutiles variaciones de grises, ocres y rosas, con la irrupción ocasional de algún negro o una intensidad jubilosa de color cálido en sus últimas obras, opuestas al monacal predominio de los blancos iniciales. Ese suave deslizamiento del color corre paralelo a la estructura composicional que, aceptando siempre la estructura ortogonal, es marcadamente geométrica, casi cercana al concretismo (evidente en su pasaje por la escultura), con módulos aislados de interpenetración espacial que, poco a poco, se aproximan hasta conformar unidades compactas y centradas rodeadas de un fondo uniforme. El planismo se impone, apenas alterado por algunas sombras proyectadas en líneas enrejadas que acentúan el sentido de irrealidad, a la manera de los pintores metafísicos italianos, en especial Morandi, con quienes tiene algún parentesco, aunque ella lo resuelve o deriva hacia un lado de temblorosa intimidad poética, de calidez hogareña, de ensamblados juegos infantiles donde las sutiles variaciones de los elementos vagamente referenciales se distribuyen con sostenido ritmo en una atmósfera intemporal. Un niverso solar, pleno de claridad y serenidad, no apto para mentalidades adictas a las estridencias del cambiante mundo actual. *
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