Prostitutas: ahora tributan y se jubilan
El cambio de la palabra prostituta por trabajadora o trabajador sexual no es un mero cambio de términos, es más bien un signo que explica que la actividad se haya legalizado con todos sus derechos, incluidos los de la jubilación. Algunos ven en ello legalizar una «miseria» de la sociedad humana desde el punto de vista moral, sin embargo para otros se trata de dejar la hipocresía de la sociedad y reconocer los derechos de una actividad cuya demanda nunca ha decaído.
La Asociación de Meretrices Profesionales del Uruguay (Amepu), tiene a unos 1.200 asociados desde que se inició en 1986 y decenas de sus filiados ya se han jubilado por el Banco de Previsión Social como trabajadoras independientes, pero no por la nueva Ley que hoy las ampara. Es muy difícil estimar cuántas trabajadoras y trabajadores sexuales hay en la capital que no están asociados a Amepu, pero no es difícil imaginar una cifra superior a los registrados en el sindicato.
«Este es mi trabajo, a lo mejor era el último que hubiera elegido, pero este ahora es mi trabajo», dice Carla.
Carla es una trabajadora sexual de la calle, ejerce su actividad de noche sobre avenida Italia a la altura de Malvín. Su belleza y presencia hacen que difícilmente pase desapercibida. Son las 10 de la noche de un vienes muy frio y lleva una minifalda escocesa. Arriba la abriga una campera de nylon blanca hasta la cintura. Representa mucho menos de los 33 años que tiene. Pelo negro, lacio, ojos grandes, verdes y muy expresivos. Cuando habla los achica o agranda o clava la mirada como buscando más allá de lo que dicen las palabras. Mientras habla parece que nada de lo que pasa alrededor se le escapa, sin duda un tic que ha incorporado de trabajar en la calle. Pero hace apenas siete años Carla era otra mujer.
Se inició en esto como la mayoría; por necesidad. Estaba casada y enamorada de su marido que trabajaba en una imprenta. Ella se ocupaba de la casa y del hijo de ambos de tres años. Con la crisis económica de 2002, su esposo, su marido perdió el empleo.
Al poco tiempo le surgió la posibilidad de ir a España a probar suerte y luego de meditarlo mucho entre los dos, él arrancó hacia la madre patria. La esperanza era que los tres se volvieran a juntar lo más rápido posible.
«Al principio nos escribía mucho, a veces me llamaba, había conseguido trabajo en una empresa telefónica, los primeros meses me mandó 500 euros, pero después no supimos más nada de él. Le perdimos el rastro, desapareció, se lo comió la tierra», cuenta.
«Nos destrozó, a mí y a mi hijo. Fue muy difícil. Primero porque no sabía qué decirle del padre, qué había pasado con el padre, al principio le inventaba cartas, y después para mí fue durísimo, yo lo quería mucho y la decepción fue de lo peor que me pasó en la vida. Yo me había casado para toda la vida. Ahora ya no se habla de él en casa».
La miseria empezó a arrinconarla. «Mi familia me ayudaba en lo que podía pero tampoco tenían tanto como para hacerse cargo de mis problemas, yo tampoco lo quería.Hacía limpiezas, tenía tres y cobraba por hora. Una vez me iban a cortar la luz y pedí adelantado pero no me dieron y me la cortaron. Esa noche, con la luz de una vela y mi hijo cenando café con leche, decidí que la limpieza no iba más», cuenta.
Así le pidió dinero prestado a una amiga de su hermana que era meretriz. Ella de alguna manera le dio el empujón y le aseguró que iba ganar suficiente para salir de esos problemas económicos. «Le dije que iba a ir, quedamos que pasaba por la casa de ella para ir juntas, pero esa noche no fui. Al otro día me aparecí sola y así empecé. Al principio me cuidaban mucho mi amiga y otras compañeras. Yo era una mujer tímida, callada, acostumbrada a la casa y a ser la sombra de mi marido, era otra mujer», explica.
Ahora puede ganar $3.000 en una noche. Ya no le cortan la luz y a su hijo no le falta nada de lo que necesita, aunque no sabe en qué trabaja su madre. «Algún día cuando sea más grande capaz que lo hablamos, o cuando yo deje esto. Estoy guardando algún peso cuando puedo pensando en ver si pongo un negocio o algo dentro de un tiempo».
Mejoró su situación económica pero surgieron otros problemas, la discriminación por ejemplo. «La que más discrimina es la mujer por lejos. De repente la misma que `cuernea´ al marido o que ya no lo quiere pero se sigue acostando con él porque tiene la comida y un techo. Esa es la que más te discrimina», dice. Su decisión también la hizo perder algunos de sus familiares. «Algunos no me vieron más, otros se hacen los que no saben nada, me ven y no hablamos del tema. Este es un trabajo que siento que no elegí pero tampoco siento vergüenza, no salí a robar, lo que llevó para mi casa me lo gano», dice mientras saluda con la mano a un auto que pasa. «Ese es un cliente nos vimos el miércoles, los viernes no porque sale con la esposa», comenta con una sonrisa. La mayoría son casados.
«Los clientes piden de todo»
«Muchos de los clientes son conocidos, algunos los conozco desde hace años y nos vemos todas las semanas. En una wiskería podes ganar más pero no me gusta el ambiente. No me gustan los borrachos, yo no tomo, mi único vicio es el cigarro, pero no pruebo nada y mirá que acá te pinta de todo», dice.
De todo también es lo que le puede pedir un cliente. «El hombre con nosotras se muestra como es, se muestra como no es en la casa o con su pareja por prejuicios o incluso porque algunos tipos no se animan a pedirle a la esposa algunas cosas, la mayoría son cosas que por ahí no los dejan bien parados como machos, pégame y decime Marta», dice riendo.
Según lo que el cliente pida es el precio, pero Carla no se siente obligada a hacer nada que pase los limites que ella misma pone. «Yo no soy de currar al tipo. Vamos al negocio clarito y sin vueltas. El cliente también tiene claro que está contratando un servicio y muchas veces te pide rebajas, pelea el precio, es como todo negocio. Eso no pasa con los que conocés hace tiempo, pero los casuales digamos, a veces vienen de vivos».
Carla asegura que nunca tuvo un problema de seguridad grave. «Mirá yo agarro el celular y en dos minutos acá tenés cuatro o cinco taxímetros y unas cuantas amigas. Acá es así nos cuidamos entre nosotras y la gente que te conoce de la noche, que sabe que caminas bien, también te cuida. Siempre hay algún estúpido pero la calle te enseña mucho, es una selva, aprendés como manejarlos, la mayoría de los que bien de vivos son «pendejos», son «bebes de pecho», explica.
Desde que yo trabajo la policía respeta. Me contaron que antes sí estaba jodido. Te llevaban, te pedían guita, no podía denunciar los porque te iban a perseguir y además no pasaba nada. Todo eso cambió bastante. Cambió mucho desde que empezó el sindicato», asegura, aunque no está afilada a Amepu.
Nunca tuvo proxeneta y según ella son pocas las que trabajan en la calle de esa forma. «La mujer se avivó y trabaja sola, algunas mantienen a algún hombre, pero son las menos. Muchas tienen pareja y trabajan los dos y lo toman como una entrada más. Pero no hay ya eso que se decía antes ´el fiolo´ que tiene putas trabajando para él. Eso son otras cosas, tipos que de repente trabajan en Europa y reclutan en sud América pero yo no sé que acá ahora exista algo así».
«No me volví a enamorar»
«Cuando me quedé sin marido y sola con mi hijo algunos familiares, lo que ahora me critican, me presionaron para que saliera con un tipo que tenía plata. A mí no me gustaba y nunca me enganché. Así me la banco pero soy libre», comenta Carla que asegura que nunca se volvió a enamorar. «Me di cuenta que ya no creía en la pareja. Puede ser que algún día, si aparece el amor, pero no me veo casada, no me veo en el matrimonio otra vez», dice.
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