Los últimos pobladores de la isla San Gabriel
La historia comenzó en 1921 en la isla San Gabriel. Agustín Devoto cumplía tareas en la Aduana coloniense y ese año, por orden superior, fue destacado a la isla San Gabriel «para que se hiciera cargo de la vigilancia de ese lugar y de las islas vecinas», recordaba en la década del 80 su esposa, Inés Gislena Díaz.
Contaba la mujer que en aquella época en que su compañero debió afincarse en la isla «se corría el rumor de que los de la otra orilla (los argentinos) querían quedarse con ese lugar». Fuera por ese supuesto o por alguna otra razón que ella nunca llegó a conocer, lo cierto es que el hombre pasó a convertirse en «el encargado, el guardián de la isla». De paso, las autoridades le pidieron que cumpliera una labor adicional: vigilar las andanzas de los contrabandistas, que solían guarecerse en la vegetación enmarañada de San Gabriel. Devoto cobraría 25 pesos y contaría, como extra, con algunas latas de queroseno y unos kilos de carne.
La soledad del monte
Agustín le planteó a Inés que había que tomar una decisión: o ella permanecía en tierra firme y él se encargaría de visitarla de tanto en tanto o ambos se afincaban en la isla. La mujer no vaciló y se fueron para San Gabriel a pasar los siguientes 14 años de sus vidas.»Yo de cuestiones de islas no tenía ni idea, si había vivido siempre en el pueblo», contaba la señora, ya en su vejez, a quienes se interesaban en su peripecia de vida. El hombre partió primero hacia su nuevo destino y ella fue unos días después. En una lancha cargaron los animales y los muebles. Pasaron a residir en una casa de dos piezas, con techo de zinc, que había sido construida especialmente para el guardián. El resto era soledad y monte, monte tupido. De entre las malezas comenzaron a aparecer conejos y algunos de ellos, ariscos, llegaron a arrimarse a algunos metros de la vivienda.
Las yaras junto a la puerta
Desde entonces, doña Inés tuvo unas cuantas labores como «para entretenerse». Según sus propias palabras, tenía que «ordeñar, cuidar gallinas y pavos, hacer la quinta y hacer el pan en el horno». Como entre sus bártulos había llevado la máquina de coser a pedal, sumaba la ocupación de costurera a todo lo anterior. Y así como en tierra firme alguien sube a un ómnibus para trasladarse de un barrio a otro, doña Inés empuñaba los remos, decidida, y se trasladaba a la isla Farallón a llevarle al encargado ropas que le había arreglado y a veces, el trayecto era más extenso, y cruzaba hasta Colonia del Sacramento a entregarle trabajos a su clientela. Nunca pudo olvidar el peligro mayor: las víboras. «Andaban muchas yararás cerca de la casa y había que tener cuidado», decía como si estuviera hablando del hecho más normal. El aislamiento con respecto a lo que pasaba enfrente, en la ciudad, era intenso. La pareja no contaba con radio y los periódicos llegaban muy de vez en cuando al lugar, llevados por don Devoto o por alguna gente amiga que iba a visitarlos.
Una médium en la playa
Durante el tiempo que estuvieron en San Gabriel, el matrimonio conoció las andanzas de una empresa alemana que con las debidas autorizaciones del gobierno uruguayo apareció por allí a poner en marcha su negocio de exportación de piedra. «Trabajaban de sol a sol, hacían estallar barrenos y arruinaron toda la isla», recordaba Inés a aquellos inesperados vecinos con los que por un tiempo tuvieron que compartir el espacio. No menos singular fue la aparición de un sujeto que se declaraba buscador de un tesoro. Escarbaron de una punta a la otra de la isla, pero jamás apareció ni una mísera moneda y emprendieron la retirada.
Llegaron a ver naufragios en los alrededores y cierta vez fue el propio Devoto el que tuvo la fortuna de sobrevivir cuando su lancha se fue a pique.
En 1935 recibieron la orden de regresar a Colonia. Devoto tenía que ocuparse de nuevo de un trabajo de vigilante, pero en la franja costera, entre el Real de San Carlos y La Arenisca.
Cuando ellos se vinieron nadie más fue a ocupar su lugar. Por eso, durante años contaban su historia a todo aquel que quisiera escucharlos.
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