Rosa Luna: con el cielo señalado
Rosa Luna. Su nombre y su nacimiento, en el mítico conventillo Medio Mundo, ya predecían un futuro de noches en vela por estar entregada al candombe, y también de las otras, que resulta preferible olvidar. Después de una niñez de privaciones (luego vendría una primera juventud marcada por la prostitución), Rosa Amelia comenzó a brillar como bailarina en las comparsas del barrio. Muchos ya predecían un futuro promisorio: quería actuar, además de bailar, y era hija de un destacado letrista del Carnaval, el «Fino» Carballo. Más de uno apostaría, no sin razón, que aquella muchacha avasallante tenía mucho para dar.
Rosa fue una mujer querida y enormemente popular. Era famosa por su sentido del humor, su fanatismo por Nacional y su fidelidad a Wilson. No claudicó jamás de ninguna de sus pasiones. También tuvo una fuerte vocación social, que la llevó a integrarse a movimientos que trabajaban por los derechos del colectivo afrodescendiente y de las mujeres.
Ella había sentido en carne propia lo difícil que era ser mujer en la sociedad que le tocó vivir.
Rosa no negó haber ejercido la prostitución en su juventud. Harta de vejaciones, terminó matando a un fiolo que le faltó el respeto, en un incidente que fue famoso porque se produjo en público, en un boliche de la Plaza Independencia. Rosa no estuvo presa «ni diez minutos», según aseguran las crónicas. Una cuestión de justicia y de afecto. Dicen que la ciudad la quería, y su determinación le granjeó respeto. Ese hecho fue una bisagra en su vida.
Mujer de códigos
Su nombre fue sinónimo de candombe.
Era el centro de atención de los desfiles de Llamadas y Carnaval. Todo el mundo la conocía.
Por eso, más de una canción recogió su nombre («la danza de Rosa Luna sobre el antiguo empedrado»). Comenzó a ser conocida como la «Eva de ébano» y «la vedette del asfalto». Ella se sabía única.
La anécdota es conocida: en su libro autobiográfico «Sin tanga y sin tongo» (título absolutamente natural si se tiene en cuenta el humor de Rosa, dicen los que saben), llegó a admitir: «Es
interesante separar colegas de rivales. Colegas tuve y tengo un millón. Rival, una sola: Martha Gularte.
Rival porque sin proponérmelo iba a robarle de un zarpazo la Corona. Porque los jóvenes deben saber que Martha supo ser la mejor por las décadas del 40 y 50″. Las dos más grandes -absolutamente distintas entre sí- competían por el sitial de honor del candombe, pero en este fin de semana del Patrimonio, muchos años después, el país las recuerda a la par.
Rosa era conocida por su determinación. Dirigió sus propios comparsas, y ella misma se encargaba del diseño y la confección del vestuario, junto a sus colaboradores. Escribía libretos y además de bailar, cantaba.
Llegó a formar parte del equipo de LA REPUBLICA, donde escribía columnas donde expresaba su preocupación por la comunidad y su amor al fútbol. Ya madura, se sintió dueña de sí y, junto a Raúl Abirab, un hombre que, según cuentan, la quiso y la apoyó como ninguno, adoptó un niño -«Rulito»- y se convirtió en madre.
Rosa era una profesional. En medio de su éxito, había asumido compromisos artísticos en el exterior, incluso en el lejano Canadá, donde la comunidad uruguaya la esperaba. Le habían advertido que, si decidía viajar, su salud estaría comprometida.
Pero Rosa «había aprendido los códigos del barrio, por eso no podía decir que no», cuenta Ruben Olivera. Por eso, en junio de 1993 viajó miles de kilómetros para subirse a un tablado. Su corazón hizo lo que nunca había consentido su fuerza de voluntad: dijo basta.
El mito no se apagaría. *
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